30/10/08

Palma, recuerdo infantil

En la época de mi segunda infancia y adolescencia, que abarca los años 45 a 55, el viaje de Madrid a Palma se hacía en incómodos trenes de vapor. Había ferrocarriles de tres tipos: los expresos, los rápidos y los correos. Todos ellos hacían parada en la estación de Palma. Incluso el exprés "de lujo" paraba aquí, siempre y cuando transportara a algún viajero con billete de destino a Palma. El caso es que los palmeños en la diáspora nos sentíamos orgullosos de ello. Yo, cuando quería epatar a mis amiguetes madrileños ponderándoles las excelencias de mi pueblo de origen, nunca olvidaba esta importante circunstancia. Después de hablar de sus dos caudalosos ríos, de la feracidad de sus huertas y vegas, de sus toros bravos y de la sierra próxima que cobija magníficos cotos de caza mayor, añadía con íntima complacencia:
—La carretera general no pasa por Palma, pero sí la vía férrea Madrid-Cádiz, y en su estación paran todos los trenes.
Esto daba a mis pequeños amigos la medida real de la importancia de nuestro pueblo, en una época en que el tren era el medio de transporte obligado para largos recorridos.
Aquellos trenes tardaban no menos de ocho horas en hacer el viaje de Madrid a Palma. Esto en el caso de los expresos, los más veloces; los rápidos podían tardar entre nueve y diez horas; los correos, doce o catorce, y aun dieciséis o dieciocho horas. Esto explica que, en aquella España en que la censura oficial prohibía toda forma de censura popular, se divulgase una cancioncilla de revista que el maestro Jacinto Guerrero había estrenado en el madrileño teatro de La Latina, y que decía así: Los viajes de la Renfe/ sólo tienen una pega,/ y es que sabes cuándo sales/ pero nunca cuándo llegas./ Estribillo: ¡Ay qué tío, ay qué tío,/ qué puyazo le han metío! (El tío, en la intención popular, no era otro que el inquilino del palacio de El Pardo).
La espera en la estación de Córdoba duraba veinte o treinta minutos, tiempo que yo solía aprovechar para llegarme ante la casa-chalet de Manolete, movido por la nostalgia que su trágica muerte provocaba en mí. La parada en la estación de Hornachuelos era, afortunadamente, breve y, pocos minutos después, podía verse la torre de la iglesia de Palma. El paso bajo la ermita de Belén, ya en la plataforma del vagón, con la maleta a punto, anunciaba la llegada inmediata a la estación. El largo viaje había terminado. Atrás quedaba el tren; su suciedad, sus olores, su ruido monocorde, exasperante; los ocasionales compañeros de viaje a quienes probablemente nunca volvería a ver.
Ante mí se abría otro mundo, se iniciaba una nueva etapa feliz en mi vida, que duraría tanto como el largo verano recién iniciado. Aún tenía que hacer el breve viaje de la estación al pueblo, pero ahora todo era grato, ahora me encontraba dentro del ámbito palmeño, familiar y entrañable.
Solía haber en la estación alguno de aquellos viejos coches americanos de los años treinta cuyos motores, rectificados mil veces, se podían oír a gran distancia y en cuyo interior se respiraba un deleitable olor a cuero viejo y gasolina. La figura de Antonio Navarro, a quien conocíamos por "el Correo", o la del "Marolo", personajes de recia humanidad, afectuosos y cordiales, eran las primeras caras conocidas que encontraba. Uno u otro, según el caso, se encargaban de conducirme a mi casa y, durante el trayecto, darme las primeras novedades de lo acontecido en el pueblo.
Del Marolo aprendí, entre otras lecciones de saber popular, el sentimiento propio y exclusivo de los palmeños por la Virgen de Belén. Aquel hombretón se enfadaba como un chiquillo cuando se le averiaba el motor del coche y no lograba ponerlo en marcha con la manivela. Y en una ocasión de aquellas en que el buen hombre, perdida toda paciencia, hacía responsables de la avería al más variado censo de santos y vírgenes le pregunté si la Virgen de Belén no participaba en la conjura contra su coche. Me respondió con tono compungido:
—La Virgen de Belén no, hijo mío, que es la Virgen de nuestro pueblo.
También estaban los autobuses de viajeros, naturalmente, cuya curiosa estampa está en la mente de todos los palmeños que vivieron aquella época heroica. El autobús del despacho central de billetes de la calle Ancha, cuyo concesionario era Callejón, era una especie de furgón cuadrado, estrecho y duro de amortiguadores, de sobrio color verde oscuro. Había en él un ayudante del conductor que, cuando se le preguntaba si faltaba mucho para la salida del coche, contestaba con gran vehemencia una retahíla de sílabas difícilmente comprensibles:
—¡Taparrancandá!
Y como uno se quedaba un tanto perplejo, añadía:
—¡Chiquillo, corre, que taparrancandá!
Un día, mi padre me explicó que aquella especia de trabalenguas quería decir, ni más ni menos, que el coche está para arrancar a andar.
Luego se puso en servicio el pintoresco autobús amarillo (precursor de la alegre imaginación de los Beatles) de los hermanos Manzano, al que llamábamos "la pava", a causa de su curiosa trasera en forma de cola ancha y baja, que casi arrastraba por el suelo. "La pava" era vanguardista en todo; se podía subir y bajar de ella en marcha, por su ancha embocadura lateral sin puertas, al modo de los autobuses de Londres, y en su interior, además de los clásicos "Prohibido hablar con el conductor" y "Por razones de higiene, se prohibe escupir en el suelo", figuraba una placa que causaba el asombro de los visitantes más ilustrados, por lo que revelaba a la par de espíritu tolerante y galantería masculina. Decía la susodicha placa: "Habiendo señoras, se ruega discreción". Si algún día nuestro pueblo llegara a contar con un Museo Etnológico, creo que dicha pieza inestimable debería figurar en él, junto a una gran fotografía del autobús de viajeros de Juan y Manolo Páez, a quienes llamábamos, sin saber por qué, los hermanos Manzano.
Para un chico de mi tiempo, Madrid y Palma eran mundos diametralmente opuestos, sin otro vínculo entre ambos que los escasísimos palmeños que por entonces vivían en Madrid, mis padres entre ellos. En Palma no recuerdo que vivieran madrileños, a no ser doña Matilde, la esposa de don Juan Trujillo, el médico. Entre los palmeños afincados en la capital de la nación, mis simpatías supremas se dirigían a Francisquito Delgado, que ostentaba un cargo de los estudios cinematográficos Cifesa en el cine Rialto, y Maraver, acomodador del cine Imperial. Ambos me permitían entrar sin pagar, lo que constituía una gabela nada desdeñable, ya que se trataba de cines de los llamados de estreno, situados en la Gran Vía.
Si mi vida en Madrid giraba en torno al colegio, con todo lo que ello tenía de fastidioso, Palma representaba la vida en su forma elemental y pura. En aquellos años anteriores al desarrollo de los 60, los chicos de pueblo correteábamos por patios y corrales, esculcábamos en las camarillas los trastos viejos allí arrinconados —descubriendo a veces sugestivos secretos familiares—, saltábamos tapias y gateábamos tejados. Era la vida en libertad en un mundo autónomo, fascinante y familiar a la vez, del que disfrutábamos con inmensa delectación e inconsciencia. El régimen político, la pobreza, la explotación económica estaban ahí, ciertamente, pero los niños no nos interesábamos en el mundo de los mayores. Ni éstos solían hablar de esos temas abiertamente delante de nosotros, por razones obvias.
Palma tenía por entonces unos límites bien precisos. Las escuelas del Parque por el norte; el Paseo, con el Jardín y el Llano de San Francisco, por el sur; los bombos del agua, el caserón de Zúñiga, el Arco de la calle Ancha y el arranque de la carretera de la Campana a saliente; y la tapia trasera del convento de Santa Clara, seguida del Río Seco, deshabitado y oscuro como boca de lobo por la noche, a poniente. La venta de leche y agua potable se hacía de casa en casa, mediante acarreo en borricos. El agua potable, que procedía de la Fuente de la Higuera, junto a la ermita de Belén, se servía en cántaros. Había agua corriente del servicio municipal, cuyo depósito eran los curiosos bombos del agua, pero no era potable; las mujeres la utilizaban para lavar y fregar. El agua se daba de tres a cinco de la tarde, aproximadamente. Poco aproximadamente, desde luego. El funcionario encargado de dar el agua era Federico Morales, figura a quien Galdós, de haberlo conocido, hubiera equiparado con Plácido Estupiñá, el entrañable personaje de Fortunata y Jacinta. La pasión de Federico, como la del personaje galdosiano, era la charla, especialmente la charla de humor. Cuando llegaba la hora de dar el agua, Federico solía entretenerse en charlar con gente de tan buen humor como él; frecuentemente con "la Chacha", en casa de mi tío Jesús Carmona, que pillaba camino de los bombos. La animada conversación entre la Chacha y Federico podía durar un tiempo indeterminado, por lo general entre una y dos horas. Siempre recuerdo a mi abuela, sobre las cuatro o cinco de la tarde, a la espera de que por el grifo saliera algún chorrito de agua con que poder fregar los platos, mientras se deshacía en protestas por la tranquilidad de Federico Morales, con quien tenía cierto parentesco:
—¡Jesús, qué barbaridad! ¿Cuándo irán a dar el agua? ¿Qué estará haciendo Federico, con quién se habrá puesto a charlar ese hombre?
Escena que se repetiría, a buen seguro, en todas las casas del pueblo.
Palma, en fin, era por aquellos años un pueblo, pueblo. Un típico pueblo andaluz con la mitad de la población actual, en donde casi todos se conocían y mantenían algún tipo de relación cordial. Cuando dos personas se cruzaban por la calle, tanto si se conocían como si no se conocían, se daban los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches. Había unos pocos que no participaban del sentimiento popular, que se sentían dominadores, que rebosaban falso orgullo; pero esos pocos no eran pueblo y no están en el recuerdo, sino en el desprecio.
En el Paseo, por la feria de agosto, los gramófonos de los kioscos hacían sonar La Zarzamora y La Sebastiana, primeras canciones de la Lola que se nos acaba de ir para recordarnos el medio siglo transcurrido desde entonces; y El Emigrante, de Juanito Valderrama, que metía el corazón en un puño. En el Coliseo España, bajo el cielo estrellado del verano, podíamos asistir al cante en vivo, sin micrófonos, de Pepe Marchena o de Canalejas de Puerto Real, o a espectáculos folklóricos de la época, como el del Príncipe Gitano y su hermana, La Gitana Blanca. En los descansos, en el preciso momento de encenderse las tenues bombilllas del alumbrado, ni un segundo más tarde, se oía la voz potentísima de Luis "El Bollito":
—¡Pooolo! ¡Pooolo helado!
Y nos vendía, por un real de a veinticinco céntimos, unos polos redonditos riquísimos, como nunca los he vuelto a comer.
Tras la Virgen de Belén, con la romería y la velada, se agotaba el largo y feliz verano y me veía obligado a reemprender el tedioso viaje, de vuelta a la vida colegial, con el alma cargada de añoranzas de mi pueblo.
Así era Palma en mi recuerdo.
La actuales generaciones jóvenes apenas si conocen algo de aquella Palma, pues, aunque la vida siga y venza al tiempo, lo humano cambia y se renueva en la Historia, porque es Historia. Pero cuando pasen otros cincuenta años, los niños y adolescentes de hoy tendrán tan vivo el recuerdo de Palma, de su Palma, como lo tenemos los de mi generación. Y habrán transmitido a sus hijos ese recuerdo convertido en evocación. Pues bien, esa continuidad en el recuerdo es lo que forma el sentimiento colectivo de un pueblo; lo que hace pueblo. Nuestro pueblo.


Joaquín de Alba Carmona

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