30/10/08

Versos para el entendimiento. Los Congresos de Poesía

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El diario parisino Combat, en su edición del sábado 7 de agosto de este Año Santo Compostelano de 1954, publica un artículo a tres columnas de un cierto Alain Bosquet, crítico literario de dicho rotativo, acerca del III Congreso de Poesía que se ha celebrado en Santiago de Compostela del 22 al 28 de julio último. El artículo en cuestión, titulado Les intellectuels en Espagne, no sólo carece de interés informativo, sino que incide en los tópicos al uso en el país vecino acerca de la inopia intelectual que se vive en esta España de la dictadura.
El siguiente día, domingo 8 de agosto, el diario Arriba recoge una crónica telefónica de su corresponsal en París, Francisco Lucientes, bajo el irónico título "Otro francés que descubre España". Ya se comprenderá que en ella se informa sobre el artículo de Combat del día anterior, al tiempo que ridiculiza en su autor la tosquedad de juicio, el menosprecio ignorante y fatuo que ciertos intelectuales franceses mantienen hacia nuestro país. Y, naturalmente, se vuelve a mencionar el III Congreso de Poesía, bien que con el nombre de "festival de la poesía".
Ambos artículos de prensa, de muy escasa relevancia y alcance informativo, como queda dicho, han bastado, sin embargo, para dar al traste con los Congresos de Poesía iniciados dos años atrás en Segovia. El cuarto congreso, previsto para el verano de 1955 en Palma de Mallorca, ya no podrá celebrase, poniendo así de manifiesto la debilidad de un régimen político necesitado, en virtud de su peculiar ideología totalitaria, de presentar ante la opinión pública la imagen de una perfecta coherencia interior y de neutralizar las críticas venidas del exterior.
Pero, por encima de esta peculiaridad propia de todo sistema totalitario, el fracaso de los Congresos de Poesía nos hace ver las contradicciones existentes en el seno mismo del régimen franquista, en el que un equipo formado en torno al ministro de Educación, Joaquín Ruiz Giménez, ha creído en la posibilidad de un entendimiento entre escritores e intelectuales procedentes de los dos bandos enfrentados en la última guerra civil sin que el sistema mismo se conmueva. Un equipo que, con la destitución de Ruiz Giménez, será apartado de la escena pública oficial en febrero de 1956.

Los Congresos de Poesía, en efecto, han constituido el intento de mayor alcance para sostener un diálogo relativamente abierto entre escritores situados dentro de la cultura oficial del franquismo, o en sus aledaños, y otros muy ilustres que han mantenido, desde la cátedra o el sillón académico, una dignísima postura de distanciamiento respecto de la España oficial.
Nos referimos, en uno y otro caso, a nombres como Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, el colombiano Eduardo Carranza, Gerardo Diego, Agustín de Foxá, Leopoldo Panero, José María Pemán, Carles Riba, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y Rafael Santos Torroella como firmantes de la convocatoria del I Congreso de poesía, celebrado en Segovia del 17 al 23 de junio de 1952. Y entre las adhesiones, Carlos Bousoño, José Luis Cano, Gabriel Celaya, Guillermo Díaz Plaja, José García Nieto, José Hierro, Eugenio Montes, Adriano del Valle, Luis Felipe Vivanco, entre otros. Como cronista del Congreso, Camilo José Cela.
Una única ponencia, desglosada en varios temas, sería objeto de las sesiones del Congreso de Segovia: “Validez ideal y vigencia social del poeta en nuestro tiempo”. Los temas parciales comprendidos bajo este título, fueron redactados de la siguiente forma: 1º “Condiciones económicas de la vida del poeta”; 2º “Proyección del poeta en la vida social”; 3º “Inspiración de la vida privada por la acción del poeta”.
Temas enteramente ajenos a cualquier idea de compromiso político de escritores e intelectuales en la transformación de la sociedad, en el sentido sartriano vigente en la izquierda europea del momento, como no podía ser menos. Ya en la misa inaugural celebrada la mañana del 17 de junio en la Iglesia de la Trinidad, de Segovia, el P. Federico Sopeña pone el Congreso bajo la protección del Espíritu Santo y ruega a Dios que de esta convocatoria salga “la unidad entre todos los poetas”.
Durante el vino de honor que a continuación se ofreció en el Palacio de la Diputación Provincial, el poeta Adriano del Valle brinda “por S. E. el Jefe del Estado, que con su obra de reconstrucción y de paz ha hecho posible esta reunión.”
El acto inaugural tuvo lugar en la nave de la antigua iglesia de San Quirce, convertida en Universidad Popular Segoviana por iniciativa del profesor Mariano Quintanilla en el año 1925, fundación en la que colaboraría el propio don Antonio Machado, destinado por entonces en el Instituto General y Técnico de Segovia como catedrático de Francés.
Disertó Eugenio D’Ors sobre "El fondo y la forma en la poesía".
Pedro Laín Entralgo hizo, a continuación, el elogio de la figura intelectual de D’Ors y se leyó un mensaje de adhesión al Congreso del poeta inglés, premio Nóbel de Literatura, T. S. Elliot. En la iglesia del convento de los Carmelitas, junto al santuario de la Virgen de la Fuencisla, Luis Rosales hace la ofrenda del Congreso a San Juan de la Cruz ante la urna que conserva los restos del santo. Se lee el Cántico Espiritual.
Siguen, el mismo día, una conferencia de Laín Entralgo sobre “La acción sosegadora de la palabra poética”, y el día 18 otra del poeta catalán Carles Ribes sobre “Un siglo de renacimiento literario en Cataluña”. El día 20, Ricardo Gullón hablaría sobre “La generación poética de 1925” y Federico Sopeña sobre “Música y poesía”. El maestro Joaquín Rodrigo interpreta al piano obras suyas.
Camilo José Cela y Luis Rosales, entre otros, leerán versos de Machado en la pensión de la calle de los Desamparados que fuera alojamiento del poeta durante sus años de estancia en Segovia.
El día 23, finalmente, se clausura el I Congreso de Poesía en la misma iglesia de San Quirce, en acto que preside Joaquín Pérez Villanueva, que tiene a su derecha a Vicente Aleixandre y a su izquierda a Carles Riba, Eugenio Montes y Dionisio Ridruejo.

En el II Congreso de Poesía, celebrado en Salamanca entre los días 5 y 10 de julio de 1953, dos nombres, principalmente, son objeto de recuerdo y homenaje: Fray Luis de León y Miguel de Unamuno. Junto a ellos, Cristóbal de Castillejo, Meléndez Valdés y Diego de Torres Villarroel.
En la finca La Flecha, lugar de retiro de Fray Luis, los congresistas colocan una lápida de granito con la inscripción “El II Congreso de Poesía a Fray Luis. Julio de 1953”, y en el cementerio salmantino, ante el nicho que conserva los restos de Unamuno, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín, Luis Rosales y Rafael Santos Torroella leen versos de don Miguel.
La primera sesión, presidida por el Rector Antonio Tovar, se celebra en el Palacio Anaya y la segunda, en la cátedra de Fray Luis de León, en la Universidad vieja. Hablan José María Valverde y Guillermo Díaz Plaja.
En Ciudad Rodrigo, Dámaso Alonso habla en el claustro de la catedral sobre la figura humana y la poesía de Cristóbal de Castillejo, nacido en esta ciudad y enterrado cerca de Viena. Se leen versos del poeta.
Azorín envía un mensaje de saludo al Congreso con las siguientes palabras: "La poesía vence al tiempo; escuchamos hoy la voz de Berceo como escuchamos la voz de un coetáneo nuestro. Cualquiera que sea nuestra escuela se nos impone la meditación previa. No seremos poetas si no nos recogemos en nosotros. ¿Cuál será el anhelo del poeta? Cada poeta tiene su anhelo; cada época tiene su fórmula. Aspiremos todos a la paz ―la más ardua― con nosotros mismos. ¡Levantemos los corazones!"
La sesión de clausura tiene lugar en el Palacio Anaya, y en ella Dionisio Gamallo Fierros da a conocer el testamento de Rubén Darío, fechado en Barcelona el 23 de mayo de 1914. Cerró el acto Antonio Tovar.

El III Congreso de Poesía, celebrado en Santiago, se dedica a Rosalía de Castro, en cuya casa se representa un poema escenificado, así como a los poetas del Cancionero galaico-portugués, a Martín Codax, Macías el Enamorado, Ramón Cabanillas, Valle Inclán y los poetas del mar. En recuerdo de los poetas del mar, se imprime una antología del mar en la poesía gallega.
La inauguración de este III Congreso tiene lugar en el Palacio de Fonseca, presidido por don Ramón Menéndez Pidal, director de la Real Academia Española, que dicta una lección magistral en la que afirma que él no es sino "un apasionado buscador de la Poesía en la Historia". Explica lo que el canto y el poema significaron siempre para los peregrinos y habla de cómo los trovadores, juglares y poetas gallegos habían difundido sus cantigas por toda España, donde hoy la poesía "florece como en cualquiera de sus buenos tiempos".
Oigamos las bellas palabras con que José García Nieto glosa las actividades de este congreso gallego en su columna del diario ABC de 27 de julio:
"Visitas artísticas y evocadoras, recitales, lecciones y conciertos cubren la primera etapa del Congreso. Un convento de Herbón en Iria Flavia ―patria de Macías el Enamorado y de Juan Rodríguez de Padrón― y la ruta de Pontevedra han sido los primeros lugares elegidos para estos actos. Ha habido un recital de poetas pontevedreses, una lectura en la casa de Rosalía de Castro, donde se ha representado un poema escenificado de la genial poetisa. Y el académico Gerardo Diego evoca a Macías en el atrio del convento franciscano de Padrón, síntesis de la más lírica Galicia. Cerca, cementerio cantado por Rosalía, el parque por donde paseara, la colegiata de sus rezos, la iglesia donde ahora tiene su sepulcro, en el que se ha depositado una corona y se han repetido algunos de sus versos. Cerca, también, Laiño y Lestrove... Poco después, en Pontevedra, se inaugura en el Paseo de las Palmeras el monolito que el III Congreso de Poesía ha erigido dedicado a Valle Inclán. Sobre la piedra tosca han sido grabadas las estrofas del soneto que Rubén Darío dedicó al escritor:
Este gran don Ramón de las barbas de chivo...
En el parque de las hortensias azules, el canto de los pájaros al atardecer sobre los cuajados magnolios, el bullicio de los niños jugando, ponían un fondo lírico imprevisto a este minuto de fervoroso recuerdo al fabuloso marqués de Bradomín que, como dijo Pérez Villanueva, todo supo transformarlo en belleza. El propio hijo del escritor dio término a la jornada, brindándonos unas palabras inéditas de Valle Inclán, dichas poco antes de morir: "No recuerdo el bien que hice ni las ofensas recibidas."
El alcalde de París, con ocasión de su visita a Santiago, da a conocer que el Ayuntamiento de la capital francesa ha concedido a don Ramón la medalla de oro de la ciudad. Narciso Yepes ofrece un concierto de guitarra en el Colegio Mayor de San Clemente, dirigido entonces por un Carlos París Amador falangista, aún no convertido al marxismo.
La sesión de clausura tiene lugar en el Hostal de los Reyes Católicos.
Este III Congreso ha contado con una asistencia de más de medio centenar de poetas de toda España. Entre otros, Carles Riba, Rafael Santos Torroella, Mauricio Serrahima Bofill y Antonio Vilanova por el grupo de Cataluña. Gerardo Diego, Rafael Morales, José García Nieto, por el grupo de Castilla. Ricardo Molina, Pablo García Baena y Leopoldo de Luis por Córdoba. Carmen Conde, por Murcia. Alfonso Canales, por Málaga. Álvaro Cunqueiro y José Filgueira Valverde por Galicia.
Acuden también Federico Muelas, José Luis Cano, Luis Rosales, Gabriel Celaya, Victoriano Crémer...

Todo un éxito en esta España que, desde que finalizara la guerra civil, sólo ha conocido actos oficiales de adhesión y exaltación del régimen.
¿Qué ha ocurrido?
En el equipo del ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz Giménez, figura como director general de Enseñanza Universitaria un joven catedrático de Historia, Joaquín Pérez Villanueva, persuadido de la posibilidad de que, dentro del régimen, puedan convivir y dialogar tendencias políticas diversas, incluyendo el diálogo de la cultura catalana con las del resto del país con voluntad de asentimiento mutuo. A su paso por el gobierno civil de Segovia, Pérez Villanueva había fundado los Cursos de Verano para Extranjeros, la Residencia de Estudiantes y la Residencia de Pintores Pensionados de El Paular ―esta última, propuesta por el Marqués de Lozoya desde la dirección general de Bellas Artes―, experiencias insólitas en la situación de aislamiento diplomático que vivía el país. Baste recordar que en el primer Curso de Verano la frontera francesa se encontraba cerrada y hubo que acudir a Irún para hacer pasar al grupo de estudiantes de la Sorbona que inaugurarían los Cursos.
Los profesores Mariano Quintanilla y Ángel Revilla, ambos catedráticos de Instituto depurados por el régimen franquista y apartados de la docencia a causa de su adhesión al régimen republicano, junto a maestros de escuela como don Antonio Serrano, muy popular en la ciudad, fueron restituidos en sus puestos docentes por el propio gobernador.
Al frente del rectorado de Madrid figura Pedro Laín Entralgo, y del de Salamanca, Antonio Tovar. Dionisio Ridruejo forma parte del grupo. Los sectores más inmovilistas del Movimiento, sin embargo, ven con desconfianza y disgusto los esfuerzos liberalizadores de estos hombres y no desaprovechan ocasión para desacreditarlos y separarlos de sus puestos, cosa que lograrán poco después, a partir de la publicación del artículo aparecido en Combat.
Los Congresos de Poesía, en los que participa muy activamente Dionisio Ridruejo, servirán de experiencia decisiva en la preparación de los llamados Encuentros entre la poesía y la Universidad, en 1955. Tales Encuentros, a su vez, logran agudizar la politización de la incipiente disidencia estudiantil y constituirán el precedente del Congreso de escritores jóvenes, idea del propio Ridruejo. Finalmente, la firma del Manifiesto estudiantil del club Tiempo Nuevo, el 31 de enero y 1º de febrero de 1956, consecuencia de todo lo anterior, originará las manifestaciones estudiantiles de febrero de 1956 y la crisis política que cambiaría el rumbo de la política universitaria del franquismo. Intelectuales de origen falangista como el propio Dionisio Ridruejo, así como Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar rompen definitivamente con el sistema. Se abren nuevos tiempos para la disidencia política en la Universidad, definitivamente alejada de todo entendimiento o compromiso con el franquismo, de cualquier posibilidad de diálogo entre intelectuales que habían militado en campos opuestos durante la guerra civil. Universitarios como Aranguren, Tierno Galván, Tomás y Valiente o García Calvo, en Madrid, pasarán a primera fila del compromiso político democrático en el enfrentamiento con la dictadura.
Gerardo Diego, que con ocasión de los Congresos de Poesía había compuesto un extenso poema dedicado a Joaquín Pérez Villanueva con el título de Ícaro, había comprendido que el vuelo del director general al tomar aquella iniciativa con el propósito de atraerse a los intelectuales hostiles al régimen era semejante al de aquel personaje mitológico que ascendió al cielo con alas de cera y acabó cayendo a tierra.

Joaquín de Alba

María en la literatura y el arte

En memoria de Rafael Ballesteros Carmona

Celebramos el bicentenario de la proclamación de María, bajo la advocación de Virgen de Belén, como Patrona de Palma. Y este hecho tan natural, que viene dado por el mero paso del tiempo, nos lleva a pensar en la necesaria historicidad de todo lo humano. Porque una cosa es el carácter trascendente de lo sagrado ―intemporal o eterno, como tal― y otra el tratamiento histórico que los humanos otorgamos a esa realidad trascendente.
Y es que María, como figura humana elevada por voluntad divina a la condición de madre de Dios, cumple con perfección tanto teológica como natural la misión de mediadora entre Dios y los seres humanos o, más propiamente, de intercesora de éstos ante el Hijo; de la humana temporalidad, abocada a la muerte, a la esencial intemporalidad o eternidad y perfección divina.
Ello explica el hecho de que María, madre de Jesús, Dios mismo hecho hombre que habitó entre nosotros y con nosotros compartió un determinado periodo de nuestro tiempo histórico, ha sido y sigue siendo objeto de ese tratamiento humano fundado en la devoción, que consiste en prolongar su dimensión temporal renovando en cada circunstancia histórica lo que, de suyo, no pertenece ya a lo temporal; lo que, desde el plano de la temporalidad histórica en que le tocó vivir, ha pasado al plano de lo intemporal o eterno, es decir, al significado teológico de la Virgen María.
Es en el Cristianismo donde se da el encuentro entre lo necesario y eterno, que es Dios, y lo contingente o temporal, que somos los humanos y demás criaturas. Encuentro que llamamos salvación. Salvación de nuestra temporalidad y muerte en el seno de la perfección y eternidad de lo divino. Y es en María en quien una gran mayoría de cristianos depositan su anhelo de amor y de salvación. María como figura humana y, al tiempo, madre de Dios encarnado en Jesús para la redención de todos los humanos. María, por tanto, paradigma o modelo supremo de todas las madres.
Pero vayamos al tema propuesto en nuestro título y pasemos revista, con las razonables limitaciones de espacio y tiempo, al tratamiento que la Literatura y el Arte han dado a la figura de María Virgen y Madre, referido a nuestro ámbito cultural.
Por lo que se refiere al relato de la vida de María, hemos de distinguir entre el contenido de los cuatro Evangelios canónicos, junto con los Hechos de los Apóstoles, por una parte; y por otra, el desarrollo y ampliación posterior, lo que se denomina argumento mariano, desarrollo que se extiende desde los primeros siglos de la Era Cristiana hasta la Edad Media.
Recordemos que los Evangelios informan poco sobre la Virgen María. En tres de ellos ―exceptuando, en parte, el de San Lucas―, se nos ofrece un relato escaso y preferentemente episódico de su vida, relacionándola, en general, con el nacimiento de Jesús, así como con su Pasión y muerte.
Así, en San Mateo, que la menciona bajo cuatro contextos: como esposa de José , en la Adoración de los Reyes , en la huida a Egipto , y de regreso a Nazaret .
San Marcos, por su parte, sólo menciona a María como madre de Jesús .
San Lucas es más explícito y en su Evangelio encontramos los más bellos y emocionados pasajes sobre María. Relata la Anunciación del arcángel San Gabriel , la visita de María a su prima Santa Isabel , con la recitación del cántico de María ―el Magníficat ―, así como la adoración de los pastores .
San Lucas también hace referencia a la presentación de Jesús en el templo y a la profecía de Simeón .
El Evangelio de San Lucas expresa, finalmente, el asombro de María al encontrar a Jesús, que tan sólo contaba doce años de edad, en el Templo discutiendo con los maestros o doctores de la Ley .
El Evangelio según San Juan sólo menciona a María como “la madre de Jesús” con ocasión del primer milagro de Jesús ―la conversión del agua en vino en las bodas de Caná ― y en la crucifixión y muerte de Jesús en el Gólgota.
En los Hechos de los Apóstoles se hace mención de María, reunida en el monte de los Olivos con los apóstoles y hermanos de Jesús antes de la venida del Espíritu Santo, el día llamado de Pentecostés .
Hasta aquí, lo que los textos sagrados nos dicen sobre la madre de Jesús, base del posterior desarrollo de la literatura dedicada a María que, a continuación, pasamos a exponer, no sin antes hacer una consideración previa.
Las muy diversas advocaciones de la Virgen, las leyendas y la poesía lírica sobre María surgidas de la piedad o devoción de los fieles en momentos históricos precisos, con toda la carga de determinación temporal y humana que conllevan, pudieran parecernos interpretaciones un tanto paradójicas por su variedad, su ingenuidad y su visión localista.
Digamos, sin embargo, que la literatura popular es el principal vehículo de transmisión de esa devoción imaginativa e ingenua. Y digamos también que todo arte popular ―aun admitiendo sus limitaciones― posee la frescura, gracia y encanto de lo ingenuo. Las artes figurativas, por su parte, contribuyen a transmitir esa imagen y sentimiento popular de María. Imagen y sentimiento que se asientan en el pueblo, en cada pueblo y en cada momento del discurrir del hombre por la Historia, y a las que no hemos de exigir rigor doctrinal o teológico, a riesgo de incurrir en incomprensión de una cierta dimensión del fenómeno religioso, como de toda verdadera pasión humana. Nos referimos, claro está, a la dimensión o componente popular.
Todo cuanto hay de primordial en nuestra cultura necesita de la dimensión popular tanto como de la intelectual. Reducir aquélla ―la cultura― a sólo su soporte minoritario e intelectual, como a su base o raíz mayoritaria y popular, supondría una limitación incompatible con la verdad. Y el fenómeno religioso, presente en toda cultura humana desde los orígenes de las distintas sociedades, se asienta en la radical e irrenunciable aspiración de cada ser humano a lo trascendente y eterno, al rechazo de la muerte física como fin último de nuestra identidad personal o individual, a la ineludible vocación de nuestro espíritu por alcanzar lo que Platón llamó supremos atributos del Ser: la Verdad, la Bondad y la Belleza. Por alcanzar a Dios, en definitiva.
Hay que tener en cuenta que el culto mariano gozó de un importante desarrollo a partir del Concilio de Éfeso, del año 431, que había condenado la herejía de Nestorio y proclamado la maternidad divina de María, al considerar que las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, están unidas sin confusión y María es, por lo tanto, verdadera Madre de Dios.
Con el Protevangelium Jacobi o Evangelio apócrifo de Santiago, de la segunda mitad del siglo II, da comienzo el llamado argumento mariano o ampliación de la vida de María, más allá de los datos contenidos en los Evangelios. Trata sobre los santos Joaquín y Ana, padres de María, sobre su nacimiento, juventud y matrimonio con José, elegido como esposo de María a través de la prueba u oráculo de la vara. Relata, igualmente, el supuesto juicio de Dios en que se prueba su virginidad tras el nacimiento de Jesús, así como el testimonio de la comadrona.
La historia o narración latina del Pseudo-Melito (obispo de Sardis, en la antigua Lydia) sobre la muerte y asunción de María, del siglo IV, y el Evangelio armenio de la infancia de Jesús, del siglo VII, atribuido a Santiago, hermano de Jesús, ampliaron, a su vez, las informaciones sobre la vida de María contenidas en el Protevangelium Jacobi.
Finalmente, las distintas fuentes apócrifas fueron recopiladas en Alemania, durante el siglo XIII, en la Vita beatae virginis et salvatoris rhytmica. De esta recopilación proceden las diversas biografías marianas tanto en lengua latina como en las distintas lenguas vernáculas.
Las leyendas marianas, por su parte, se desarrollan principalmente en la Edad Media, una vez agotado el desarrollo del argumento mariano. Estas leyendas o milagros de la Virgen ―ya como Regina Coeli― tratan acerca de la intervención de María en los destinos humanos y constituirían objeto de predicación en las festividades marianas.
En ocasiones, se trasladaron milagros de otros santos a María y, en lo que se refiere a la lengua, se pasó del modelo latino a las lenguas vulgares.
En España, los milagros de la Virgen empezaron a coleccionarse a partir de la segunda mitad del siglo XI y se difundieron por la Península Ibérica, muy posiblemente a través del Camino de Santiago, procedentes de los centros franceses más famosos por su devoción mariana (Laon, Rocamadour, Chartres, etc.)
Pero señalemos que nuestra Península, la antigua Hispania romana, muy cristianizada desde los primeros siglos de nuestra Era, se encontraba bajo una circunstancia histórica especialmente conflictiva desde que, a comienzos del siglo VIII, sufriera la primera invasión islámica. La radical novedad que la invasión de los pueblos islamizados representaba respecto de invasiones precedentes no se considera y valora suficientemente en nuestros días. Como tampoco se señala debidamente el hecho diferencial que durante siglos nos distanció del resto de la Europa cristiana occidental: algo tan palmario como la circunstancia de que la Europa al norte de los Pirineos se librara de ese enfrentamiento que consumió las mejores energías físicas y morales de los hispanos durante siglos.
Pues las sucesivas invasiones de pueblos islamizados, entre los siglos VIII y XIV, no procuraban tan sólo conquistas territoriales y de poder político, como sucediera con las anteriores invasiones germánicas. Se trataba, por el contrario, de guerra santa; a las conquistas del territorio se añadía una radical, irreconciliable discrepancia religiosa.
Hubo, eso sí, influencias culturales, adopción de formas y modos entre unos y otros, pero no basemos nuestro juicio sobre la pretendida convivencia de religiones en lo meramente aparente. Alfonso VII de Castilla pudo proclamarse “Emperador de la tres religiones” y en la corte de Enrique IV de Castilla pudieron adoptarse usos e indumentarias imitadas de las cortes orientales ―por citar tan sólo dos ejemplos que ilustran sobre influencias y modas orientales dentro de la España cristiana―, pero los credos religiosos constituían el fundamento de las respectivas sociedades, de sus identidades más profundas, de sus concepciones del mundo y destino de los seres humanos.
A través de la Escuela de Traductores de Toledo pudieron pasar al Occidente cristiano medieval gran parte de los conocimientos del mundo clásico greco-latino transmitidos por los conquistadores musulmanes de los territorios helenizados del oriente próximo, o de los apólogos orientales, tan fecundos para nuestra incipiente literatura en lengua castellana; el pensamiento de Santo Tomás de Aquino pudo, así, nutrirse del sistema aristotélico a través de los comentarios de Averroes; el arco de herradura, en fin, ―por citar un caso destacado de influencia inversa― pudo pasar de los monumentos visigodos en suelo hispano a la arquitectura musulmana, hasta convertirse en su más característica seña de identidad.
Las influencias, en definitiva, pueden extenderse legítimamente hasta donde se quiera, pero tales interacciones mutuas en el terreno de la cultura no socavaron lo más mínimo la fe religiosa de las distintas comunidades y esa fe constituía la raíz más honda e inalienable de los hispanos, sus identidades como pueblos.
El pensamiento del laicismo dominante en buena parte del mundo actual se equivoca al afirmar que en la Edad Media se dio en España una convivencia de religiones y que esa convivencia pudiera haber subsistido en un espíritu de tolerancia y respeto más propios de los tiempos actuales ―y de nuestra civilización cristiana occidental, no se olvide― que de las inestables sociedades medievales. Uno de los más habituales errores del pensamiento actual consiste en proyectar sobre el pasado las convicciones de nuestro presente, logradas mediante lentos, laboriosos y, a las veces, traumáticos procesos de evolución histórica.
Pues bien, el culto a María representó en aquella convulsa España medieval, entre otras muchas cosas, un importantísimo factor de fe y devoción, tan necesario para afianzar el grandioso esfuerzo requerido en la continua pugna con el Islam y en la consiguiente labor de cristianización de las tierras recuperadas.
El siglo XIII, siglo del gótico y de culminación de la cultura cristiana medieval, siglo mariano por excelencia, vino a coincidir en el tiempo con la recuperación de Andalucía occidental para la España cristiana y europea. Y si Andalucía vino, de tal manera, a ser considerada la “tierra de María Santísima”, fue porque los avances cristianos a lo largo del reinado de Fernando III, el Santo, estuvieron jalonados por una constante dedicación de pueblos y lugares a la Virgen María. En Palma, recuperada definitivamente entre enero y febrero de 1241 , la primitiva iglesia cristiana recibió, al igual que en otras localidades conquistadas en Andalucía durante este reinado, el nombre de “Santa María”, denominación que, a mediados del siglo XVI y por motivo de la Contrarreforma, pasa a ser “Nuestra Señora de la Asunción” .
Las dos colecciones de leyendas que más nos importan son los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo (h. 1200), constituidos por veinticinco leyendas, y la magna colección de trescientas sesenta leyendas de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, el Sabio (h. 1250), escritas en lengua gallega. A éstas, de carácter narrativo, han de añadirse las composiciones líricas a la Virgen, especie de versiones “a lo divino” de las cantigas de amor provenzales. En conjunto, 430 composiciones de extraordinaria musicalidad y variedad métrica, a las que acompañan deliciosas miniaturas que constituyen el mejor testimonio gráfico de la época.
Narran, por lo general, estas leyendas ―como las coetáneas de los Miracles de Nostre Dame, de Gautier de Coincy (h. 1200)― actos de gracia de la Virgen a favor de pecadores arrepentidos, mediante argumentos variados, como los siguientes: Un clérigo ignorante compone un poema a la Virgen y, al tiempo de su muerte, le florece un rosal en la boca; una dama casada, cuyo marido está de viaje, acepta que un galanteador le regale un par de zapatos pero, al intentar calzárselos, resulta que no logra descalzarse los que lleva puestos hasta el regreso de su marido; una monja, portera de un monasterio, abandona el convento con un clérigo, pero deja las llaves a los pies de la imagen de María y comprueba, al regresar arrepentida, que la Virgen la ha estado sustituyendo, por lo que nadie en el convento ha podido advertir su ausencia.
Esta última, conocida como leyenda de la suplencia de la monja Beatriz por la Virgen, junto con la leyenda de Teófilo, son las que mayor difusión han alcanzado en la literatura posterior.
De la primera, aparte las numerosas versiones alemanas, inglesas y francesas, tenemos versiones en nuestra literatura española debidas, principalmente, a Lope de Vega (Madrid, 1562-1635), La encomienda bien guardada, o la buena guarda, 1610; Calderón de la Barca (Madrid, 1600-81), Jornada I del Purgatorio de San Patricio; Luis Vélez de Guevara (Écija, 1579-1644), La abadesa del cielo; Fernández de Avellaneda, autor del Quijote apócrifo, Los felices amantes, en Don Quijote de la Mancha, 1614; José Zorrilla (Valladolid, 1817-93), Margarita la Tornera; y el gaditano Carlos Fernández Shaw, ópera con música de Ruperto Chapí, Margarita la tornera, 1908.
En cuanto a la leyenda de Teófilo, está basada en el motivo del sacerdote degradado o rebajado en su cargo sacerdotal que, para recuperarlo, pacta con el diablo y que, tras su arrepentimiento y penitencia, recibe el perdón de María. La Virgen incluso le devuelve personalmente la carta de abjuración. Llegó a ser la leyenda mariana más popular de la Edad Media. Hay versiones latina y griega de los siglos IX y X, así como un poema culto en hexámetros de la monja alemana Rosvita de Gandersheim, del siglo X. La versión francesa de Gautier de Coincy, colocada al comienzo de sus Miracles de Nostre Dame antes citada, encierra una sátira contra el clero característica de la Baja Edad Media. En ella, Teófilo es un clérigo apasionado que busca la presencia del Demonio como personificación del mal, de manera que el pacto diabólico se refrenda dentro de una ceremonia o procesión de adoradores de Satanás. Tras la Reforma protestante, el mito de Teófilo cedió su puesto al argumento del doctor Fausto.
La versión española de la leyenda mariana de Teófilo se encuentra en los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, con el título De cómo Teófilo fizo carta con el diablo de su alma et después fue convertido e salvo. Hay en esta versión un proceso en el que se va produciendo una paulatina transformación de Teófilo, de virtuoso en pecador, por intervención de un judío, y un posterior arrepentimiento con motivo del roce de la lanza de Cristo.
Pasemos a la lírica mariana, de mayor importancia literaria que la narrativa. La lírica es ―con independencia de su tema― emoción, sentimiento, cántico; ámbito en el que la devoción a María encuentra su más apropiada forma de expresión personal.
La virginidad de la Madre de Dios constituye el principal y más temprano motivo dogmático de la lírica mariana, que aparece en forma de himnos en lengua latina ya desde el siglo V. Estos himnos sirvieron de modelo a los himnos en lenguas vulgares a partir del siglo XII y en ellos aparecen ya temas de alabanza y de súplica.
Una importante novedad consiste en la adaptación de la lírica amorosa provenzal, de carácter cortesano, que se desarrolló en el mediodía francés en época románica, a la lírica mariana por obra de Peire Cardinal, uno de los grandes trovadores medievales, caracterizado por su gran religiosidad, próxima al misticismo.
En Alemania, los “maestros cantores” (meistersinger) cultivaron la lírica mariana muy al estilo dialéctico y racionalista alemán. Así, en los poemas líricos de los meistersinger aparecen juegos de ideas entre los conceptos de madre y virgen, o de hija y madre de Dios, es decir, sobre lo que pudiéramos llamar la aparente contradicción lógica que encierra el misterio teológico de la santidad de María.
A partir del movimiento franciscano, el tema de la Salutación (Ave María) cobró especial importancia. También el tema de los dolores de María al pie de la Cruz, cuyo origen reside en la liturgia y la predicación bizantina, se extiende por la Europa occidental desde finales del siglo XII con el Planctus ante nescia.
El Planctus ante nescia, atribuido a Adán de San Víctor, prolífico autor de himnos en la abadía de San Víctor, próxima a París, aunque con mayor probabilidad a Godefroi de Breteuil ―ambos de finales del siglo XII―, y el Flete Fideles animae, del XIII, tratan del auténtico llanto de María a los pies de la cruz antes y después de la muerte de su Hijo. Subrayan especialmente la dimensión emotiva, más que el dolor físico de la crucifixión. Las lágrimas de María son un signo externo de una herida interior, ya que a través de las lágrimas se nos revela el corazón traspasado de la madre.
En España, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, ya en pleno siglo XIV, dedica a la Virgen María su famoso Libro, al que el romanista alemán Karl Vossler tituló Libro de Buen amor. Encabeza el libro ―aun por delante del ambiguo prólogo sobre lo que el autor entiende por buen amor y mal amor― una Oración a Dios y plegaria a la Virgen en versos alejandrinos y en estrofa de la cuaderna vía, en que dice: “Señora, dame gracia, dame consolación / gáname de tu hijo la gracia y bendición. / Dame gracia, Señora de todos los señores, / no caiga yo en tu ira, líbrame de rencores; / todo se vuelva en contra de los enredadores, / ¡Ayúdame, gloriosa, Madre de pecadores!”
Los diversos poemas contenidos en el Libro de Buen Amor sobre los siete Gozos de Santa María constituyen una síntesis de los temas marianos desarrollados durante la Edad Media. Gozos de María, en el Arcipreste, serían los siguientes:

«El primer gozo se lea:
en ciudad de Galilea
Nazaret creo que sea,
tuviste mensajería
del ángel, que hasta ti vino,
Gabriel, santo peregrino,
trajo mensaje divino
y te dijo: ¡Ave María!
Desde que el mensaje oíste,
humilde lo recibiste;
luego, Virgen concebiste
al Hijo que Dios envía.
En Belén acaeció
el segundo; allí nació,
sin dolor apareció
de ti, Virgen, el Mesía.
El tercero es, según leyes,
cuando adoraron los Reyes
a tu hijo y tú lo vees
en tu brazo, do yacía.
Le ofreció mirra Gaspar,
Melchor fue el incienso a dar,
oro ofreció Baltasar
al que Dios y hombre sería.
Alegría cuarta y buena
fue cuando la Magdalena
te dijo ―goza sin pena―
que el hijo, Jesús, vivía.
El quinto placer tuviste
cuando de tu Hijo viste
la ascensión y gracias diste
a Dios, hacia el que subía.
Señora, es tu gozo sexto
el Santo Espíritu impuesto
a los discípulos, presto,
en tu santa compañía.
El séptimo, Madre santa,
la Iglesia toda lo canta:
subiste con gloria tanta
al Cielo y a su alegría.
Reinas con tu hijo amado,
Nuestro Señor venerado;
que por nos sea gozado
por tu intercesión un día.»

Hay en el Libro del Arcipreste, además de los diversos poemas de gozos, cuatro poemas de Loores a Santa María en forma de cantigas, así como dos Cantares de ciegos con que se cierra la obra, en el primero de los cuales se invoca de nuevo la bendición e intercesión de la Virgen. En toda la obra mariana del Arcipreste se advierte un sincero y emocionado amor y devoción religiosa a María, muestra evidente de la preeminencia que la devoción mariana había alcanzado en nuestra baja Edad Media.
Tras la Reforma protestante, el culto a María en Europa queda reducido, en la literatura de influencia protestante, a los textos evangélicos, mientras que en la literatura católica del Barroco se continúan los temas desarrollados en la Edad Media.
Tal vez sería más justo, sin embargo, reconocer que durante el Renacimiento las artes plásticas desplazaron a las letras en el tratamiento de los temas religiosos de devoción popular. El prodigioso desarrollo y perfeccionamiento de la pintura y la escultura durante dicho período de nuestra cultura, continuado durante el período Barroco, hizo posible que los temas marianos figurasen en lugar destacado en las obras de los artistas más eminentes y alcanzasen un grado de belleza suprema, constituyendo, de tal manera, el período clásico del arte religioso de todos los tiempos. La Anunciación (1430-32) de Fra Angélico; La Virgen de las rocas (1485), de Leonardo da Vinci; la Pietá (1498-1500) de Miguel Ángel; Los desposorios de la Virgen (1504), La Virgen del jilguero (1505) o las numerosas madonnas del período florentino (1504-08), de Rafael Sanzio, por citar tan sólo algunos de los ejemplos más sobresalientes, constituyeron modelos seguidos por numerosos otros artistas ―escultores y pintores― durante los siglos XVI, XVII y aun durante el XVIII, a pesar de los cambios de concepción estética que se dieron a lo largo de dichas centurias.
El Romanticismo vuelve a la figura de María como idea propia de la Edad Media a través de Herder, así como merced al descubrimiento del motivo de la Madonna por parte de los pintores románticos. También Goethe, tan influido por Herder y el movimiento del Sturm und Drang (tormenta y pasión, de los jóvenes poetas alemanes de finales del XVIII), representa un cambio en la posición de los escritores protestantes respecto a la figura de la Virgen María. Así, en el Fausto, hace aparecer a la Mater Gloriosa como símbolo del eterno femenino, como mediadora y como protectora; Gretchen, al final de la obra, ya abandonada por Fausto, implora a María “Vuelve tu rostro, madre dolorosa”.
En cuanto a la lírica mariana romántica, serán poetas alemanes como los hermanos Schlegel, Hölderlin o Novalis quienes ven en María la redención del sexo femenino, el símbolo del amor en una época apartada de Dios o la medianera entre Dios y los hombres. También Rilke, inspirado preferentemente en cuadros de la Virgen, poetizó a María como símbolo de la virginidad y maternidad y como instrumento de la máxima aproximación de los hombres a Dios.
Hemos de dejar el siglo XX para nueva ocasión, no sin mencionar a Gerardo Diego, único poeta de la generación del 27 en cuya poesía aparece el tema religioso, y en especial el tema de la maternidad de la Virgen María, tratado, como señaló Julián Marías, con una recobrada ingenuidad de vuelta ―la única sinceramente posible―, siempre vivo, con emoción y felices hallazgos.
En cuanto a las representaciones artísticas de temas marianos, hemos elegido algunas de las que se exhibieron en la exposición titulada “Inmaculada” que, con ocasión del 150 aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, tuvo lugar en la Catedral de Madrid entre mayo y octubre del pasado año 2005, dentro del ciclo Las Edades del Hombre. Y entre la rica variedad de obras que en tal ocasión se mostraron, hemos seleccionado algunas que podemos visitar fácilmente desde nuestra localidad, por encontrarse en iglesias de nuestro entorno andaluz.
El abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la puerta dorada, relieve en madera estofada o raída sobre el dorado, es obra de Cristóbal Voisín (1554), que se conserva en la Iglesia de San Marcos, de Jerez de la Frontera. Representa el abrazo de los padres de María ante la puerta dorada de Jerusalén, con motivo del embarazo de Ana después de años de esterilidad. Es un tema ampliamente tratado en la pintura y escultura de inspiración mariana, cuya documentación se encuentra en el Protevangelium Jacobi o Evangelio apócrifo de Santiago.
La Inmaculada de la Iglesia del Convento de Santa Clara, de Sevilla, en madera policromada sobre oro, es obra de Juan Martínez Montañés (h. 1621-1626). Es obra de plena madurez del autor y precedente inmediato de la Inmaculada que figura en la Capilla de los Alabastros de la Catedral de Sevilla (h. 1628-31).
Francisco Zurbarán es autor de la Inmaculada (h.1635-1637) que se conserva en la Iglesia Parroquial de San Juan Bautista, de Marchena. Óleo sobre lienzo de 183 x 107 cm. Aparece la Virgen en actitud de humildad y recogimiento, con manto azul y túnica roja, colores habituales en la vestimenta con que se representa a María.
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Cádiz, se exhibe la Inmaculada de mayor tamaño pintada por Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo de 277 x 186 cm. Es obra tardía de nuestro pintor, hacia 1675-1680. Aparece María entre resplandores celestiales de fondo, con la manos unidas a la altura del pecho y rodeada de numerosa corte celestial de ángeles.
La Inmaculada Concepción, atribuida a Pedro de Mena, en madera policromada y dorada, se conserva en la Capilla de la Concepción de la Catedral de Córdoba. Ha sido atribuida también a Miguel de Zayas, último discípulo de Pedro de Mena en Málaga.
José de Mora, a cuyo nombre figura una calle en Palma, es autor de la Inmaculada Concepción en madera de cedro policromada (segunda mitad del siglo XVII) del Museo Catedralicio de Guadix.
Nicola Fumo, escultor napolitano, es autor de la talla de la Inmaculada Concepción (1705) del Convento de San José, MM. Carmelitas Descalzas, de Antequera.
Para terminar, dos tallas de la S.I. Catedral de Córdoba completan nuestra selección: La Virgen de la Candelaria del cordobés Damián de Castro (1716-1793), en plata sobredorada y en su color, repujada, cincelada y policromada, imagen en la que María lleva en su mano derecha un cetro y con la izquierda sostiene al Niño; y la Purísima Concepción, obra del escultor milanés Camilo Rusconi (1658-1728), en plata fundida, policromada en rostro y manos. Esta imagen fue donada al Cabildo cordobés por el arcediano de origen aragonés José de Medina y Corella (1726-1804), promotor de la fundación del Monte de Piedad de Córdoba.

Joaquín de Alba Carmona

Lírica navideña

La Navidad es la gran fiesta cristiana. Todo el misterio de la Redención está ya prefigurado en la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios y ello explica la aparente paradoja de que en la Navidad se aúnen el gozo y la tristeza a un mismo tiempo. Gozo por la venida de Dios y tristeza por lo que su nacimiento tiene de premonición de la Pasión, Muerte y Resurrección con que ha de cumplirse el propósito redentor de la humanidad.
De ahí que la lírica navideña, tan rica en nuestra lengua castellana, presente sentidos tan diversos como pueden ser la alegría, teñida a veces de humor en los villancicos más populares; la ternura ante el milagro de vida que todo nacimiento supone; la compasión suscitada por la extrema humildad con que tiene lugar el parto de la Virgen María y primera cuna de su Hijo, humildad simbolizada en el pesebre, el heno y las bestias que aportan algún calor en la fría noche invernal; la excepcionalidad del milagroso acontecimiento, explicada a través del anuncio del ángel a los pastores y el gozo con que éstos acuden con sus ofrendas a rendir adoración al Niño Dios, así como de la estrella que señala el camino que ha de conducir a los Magos ante el humilde lugar en que Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido.
Pues bien; nuestra lírica sobre la Natividad de Cristo es una maravilla de variedad y riqueza interpretativa, de sentimientos, de unción religiosa. Maravilla de un pueblo que ha sentido y sabido expresar desde muy antiguo la profunda significación que encierra el Cristianismo como doctrina en que los seres humanos somos redimidos y elevados al plano sobrenatural mediante la Redención de Cristo; doctrina que establece una interrelación natural y teológica entre lo Divino y lo humano, sin incidir en el recurso fácil y confuso del panteísmo. En función de ella, los humanos, poseedores de un alma inmortal e iguales todos a los ojos del Padre, a despecho de las desigualdades de este mundo, accedemos a la intemporalidad y plenitud de la presencia divina —a la salvación, en suma— en virtud de nuestro hermanamiento en Cristo.
En el Cristianismo encontramos también el más perfecto enlace y conciliación entre el sentido humanista y trascendente de la realidad humana. Quiero decir entre la vocación científica y afán de progreso que caracteriza hoy a nuestras sociedades y la vocación de trascendencia —hambre de Dios, sed de inmortalidad, al decir de Unamuno— que nos es inherente y que, antes o después, asalta nuestros corazones. Con una condición, sin embargo: que ambos imperativos sepan conciliarse y respetarse entre sí, tema éste por demás problemático y que merece una reflexión espaciosa y desapasionada.
Y vayamos a los textos, a dos muestras de la lírica navideña a que nos referimos, más un soneto de Miguel de Cervantes, emocionante por la fuerza de su fe y devoción. Poemas de tres autores cuyas raíces se sitúan en nuestra tierra.
Con ocasión de la presentación del libro “Luis Portocarrero, VII señor de Palma del Río, encuentro con un poeta desconocido del siglo XV”, me aventuré a suponer que sería en el Alcázar palmeño de los Portocarrero donde se haría sentir la profunda emoción que brota de la devoción religiosa en la siguiente canción a la noche de Navidad:


¡Oh, qué nueva novedad,
novedad maravillosa!
¡Qué Virgen, Madre y Esposa
de toda la Trinidad!
¡Hija de Dios poderoso,
Madre de Dios Uno y Trino!
¡Qué parto tan glorioso!
¡Qué parto tan divino!
¡Qué divina humanidad,
divinidad tan hermosa!
¡Qué obra tan milagrosa
de toda la Trinidad!


Y es que en cierta poesía de Luis Portocarrero se hace sentir una pasión sincera, muy sincera, que revela al hombre auténtico, cargado de honda emoción, que hay en él. Ello es evidente en las composiciones de tema religioso, de fervor mariano principalmente, como señala Manuel Nieto.
Traemos aquí, en segundo lugar y como excepción, un bellísimo y conmovedor soneto de nuestro Miguel de Cervantes, a quien cierta crítica interesada ha pretendido tachar de agnóstico. Nada más lejos de la realidad. Cervantes recibió su formación infantil y adolescente con los jesuitas en Córdoba y Sevilla ―sin olvidar los cinco años transcurridos en Cabra, entre 1558 y 1563―, hasta que hacia 1566, con diecinueve años de edad, se traslada con su familia desde Sevilla a Madrid y en la capital del reino entra en contacto con el reformismo erasmista sustentado por el licenciado López de Hoyos. Resulta muy cierto que la literatura cervantina es proclive a la expresión de su vehemente patriotismo, de una parte; y de otra, al sentido crítico y humorístico —irónico, si se prefiere— como interpretación de la realidad de su tiempo, con el añadido, en todo caso, de la influencia del pujante Renacimiento de signo italianizante. Este soneto, no obstante, nos hace patente su fe sincera y profunda, así como el sentido cristiano de la existencia que albergaba, fruto de la formación cristiana recibida en su infancia y años mozos.
¡La formación cristiana, amigos! Me temo que una buena parte de nuestra sociedad actual no es consciente de la necesidad absoluta de que los niños y adolescentes reciban la educación religiosa que, más adelante, en la edad adulta, constituya el soporte de una plena conciencia moral y la posibilidad de una fe personal y madura. Conciencia moral y fe sin las que el ser humano queda muy por debajo de sus posibilidades y la sociedad en su conjunto queda inerme ante la carencia de valores. Pues los valores cristianos son, sin ninguna duda, el origen y soporte de los valores que los defensores del laicismo creen autónomos; sin aquéllos, sin embargo, —sin la fe y la moral cristiana—, mucho nos tememos que la sociedad retrocede —ya está retrocediendo a grandes pasos— a estadios del individualismo más descarnado.
El soneto-oración que titulamos A Cristo aparece en la comedia La Gran Sultana Doña Catalina de Oviedo, obra compuesta poco después de 1600, es decir, cuando Cervantes contaba cincuenta y tres años; época de plena madurez, por lo tanto.

A CRISTO

A Ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida,
la mísera de Adán primer caída,
y adonde él nos perdió Tú nos cobraste.

A Ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas la perdida
y, hallándola del lobo perseguida,
sobre tus hombros santos te la echaste.

A Ti me vuelvo en mi aflicción amarga
y a Ti toca, Señor, el darme ayuda,
que soy cordera de tu aprisco ausente

y temo que, a carrera corta o larga,
cuando a mi daño tu favor no acuda,
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.


El tercero de los poemas pertenece a otro cordobés universal: Don Luis de Góngora y Argote, poeta máximo de nuestro brillante Barroco literario, maestro supremo en el uso de las metáforas más bellas e imaginativas de la literatura en lengua castellana de todos los tiempos. Dice así:


Caído se la ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

Cuando el silencio tenía
todas las cosas del suelo,
y coronada del yelo
reinaba la noche fría,
en medio la monarquía
de tiniebla tan cruel,
caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!

De un solo clavel ceñida
la Virgen, aurora bella,
al mundo se le dio, y ella
quedó cual antes florida;
a la púrpura caída
sólo fue el heno fiel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!

El heno, pues, que fue digno,
a pesar de tantas nieves,
de ver en sus brazos leves
este rosicler divino,
para su lecho fue lino,
oro para su dosel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!


El poema, que adopta la forma métrica de la décima real o espinela, es en su contenido un villancico delicadísimo que se centra en el misterio del alumbramiento de la Virgen María y nacimiento de Jesús. Los elementos metafóricos que componen el misterio, así como el escenario del Portal de Belén, reciben un tratamiento personificado. Así, clavel, púrpura y rosicler divino serán otras tantas referencias a Jesús recién nacido, mientras que la Virgen María recibe el título de Aurora bella de cuyo seno se desprende el clavel. Por su parte, el heno en que reposa el recién nacido será glorioso, fiel y digno de recibirlo; aún más, será delicado lino en tanto que lecho y dosel de oro como majestuoso ornamento. Finalmente, el silencio y la noche fría, igualmente personificadas, componen la situación con que se completa la escena.
Delicadeza en el tratamiento metafórico de los tres elementos principales del misterio —La Virgen, el Niño y el heno—, emoción y sublimación amorosa son las notas destacadas de tan singular villancico.
Feliz Navidad, queridos amigos.

Joaquín de Alba Carmona

La figura de María en los primitivos

Ante todo, conviene precisar qué cosa entiendo por “primitivos”.
Todo arte posee unos orígenes, como un período clásico o de plenitud, seguido de otro de decadencia que, en nuestra cultura, hemos llamado Barroco.
A partir de ahí, del agotamiento del clasicismo en las formas barrocas, la literatura y el arte en general buscan el regreso a las formas clásicas —el Neoclasicismo de nuestro siglo XVIII—, para desembocar en nuevas formulaciones barrocas —el Romanticismo, en nuestro caso—. Y así sucesivamente, en un continuo movimiento alternativo que da lugar a renovaciones estéticas cada cierto período de tiempo, respondiendo a los dictados psicológicos de la moda.
Parece éste un esquema simplificador, pues cada movimiento artístico posee sus singularidades, su perfil propio, en armonía con el acontecer histórico de su tiempo. No obstante, siendo esto rigurosamente cierto, también lo es el hecho de que por debajo de esas singularidades irrepetibles en el tiempo podemos advertir un fondo de clasicismo o de barroquismo; tendencia al optimismo, equilibrio y serena armonía, que son las notas del clasicismo, frente a sus contrarios de pesimismo existencial, desequilibrio, tensión, que son las propias del barroquismo.
¿Y los orígenes, se dirá? ¿Qué ocurre con los orígenes, con los primitivos como modelos históricos? ¿Acaso no hay vuelta a los orígenes?
Me temo que, hablando con propiedad, no hay vuelta a los orígenes.
Los autores primitivos están dotados de una ingenuidad, de una sencillez y pureza tales que no vuelven a darse dentro de un ciclo cultural. El encanto que emana de las creaciones de los autores primitivos se deriva precisamente de esa ingenuidad, positivamente entendida como fe sin fisuras ni asomos de escepticismo. Fe, no sólo en lo religioso, sino en todo el sistema de valores que conforma su mundo.
Acudimos a los primitivos para sentir el frescor de lo originario, su pureza de sentimientos, ideas y lenguaje. Ahí están, a disposición de todos, no para volver a ser como ellos, lo que sería literalmente irrealizable, pero sí para ayudarnos a renovar ideas y estilos agotados. Los hombres del 98 —principalmente Azorín y Antonio Machado—, que sintieron la necesidad de renovar radicalmente su sentir de España, como su sentir de la vida misma y del quehacer literario, volvieron sus ojos a los primitivos, a obras y autores como el Cantar de Mío Cid, Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, y de ellos —amén de los clásicos— nutrieron su obra, que resultó tan fecunda.
Llevado de esta idea, he querido hacer una pequeña incursión por el tratamiento que nuestros primitivos dan a la figura de María, la madre de Jesús, pues es bien sabido que el pueblo español ha tenido siempre especial predilección por la figura humana de María como madre de Dios hecho hombre y, consecuentemente, como madre de todos los hombres. En el Cantar de Mío Cid, compuesto en su primer cantar, el del destierro, a partir de 1140, aunque nos ha llegado en su forma refundida del códice de Per Abat, de 1307, encontramos las primeras referencias literarias a Santa María. Veámoslo.
La oración de Jimena, la esposa del Cid, sobre las gradas del altar del Monasterios de San Pedro de Cardeña, el día mismo en que el Cid ha de partir al destierro, encierra la primera de dichas referencias:

A ti, Señor glorioso, Padre que en el cielo estás:
hiciste el cielo y la tierra, al tercer día el mar,
luna y estrellas hiciste y el sol para calentar,
en Santa María madre, fuiste Tú carne a tomar
y en Belén te apareciste conforme a tu voluntad.
... ... ...
a San Pedro ahora le pido que a Ti me ayude a rogar
por el Cid Campeador, que Dios le guarde de mal.
Y que si hoy nos separamos vivos nos vuelva a juntar.

Las restantes menciones a la Virgen que aparecen en el poema están puestas en boca del Cid; pero, salvo una, las demás las hace en presencia de su esposa, Jimena. Parece esto indicar que la devoción a María se relacionaba más con la vida familiar que con la militar. En los combates, si los musulmanes atacaban al grito de “¡por Mahoma!”, los del Cid lo hacían “¡por Sant Yago!” Santiago apóstol era quien asistía directamente a los cristianos en los combates, y así se ha representado profusamente en el arte.
Pero sigamos con las menciones a María.
Una vez que el Cid ha conquistado Valencia, reúne a sus hombres con el doble propósito de arengarlos y de enviar a Minaya Alvar Fáñez a Castilla en busca de su mujer e hijas, que habían quedado, años atrás, acogidas en San Pedro de Cardeña.

Manda a todos que a la Corte se le vengan a juntar
y cuando están reunidos lista los hizo pasar:
tres mil seiscientos tenía Mío Cid el de Vivar.
Sonríe el Campeador de tan alegre que está:
“A Dios y a Santa María gracias, Minaya, hay que dar.
Con muchos menos salimos de mis tierras de Vivar,
ahora tenemos riqueza y aún hemos de tener más.”

A poco de la llegada de Jimena y las hijas del Cid a Valencia, reunidas con Rodrigo tras largos y sacrificados años de separación, el emperador almorávide Yúsuf pone cerco a la ciudad de Valencia, a fin de recuperarla para el Islam. El Cid, lejos de atemorizarse, se alegra, puesto que va a tener ocasión de lidiar con los moros ante la mirada de su mujer, Jimena.

“Mujer, en este palacio y en esta torre quedad,
no sintáis ningún pavor porque me veáis luchar,
que Dios y Santa María favorecerme querrán
y el corazón se me crece, porque estáis aquí detrás.
Con la ayuda del Señor la batalla he de ganar.”

Y en vista de que los tambores del ejército almorávide hacen retemblar el aire y atemoriza a las damas, el Cid dirá :

“De esto saldremos ganando, no tengáis más miedo, no,
porque antes de quince días, si así place al Creador,
esos tambores morunos en mi poder tendré yo;
mandaré que os los muestren y así veréis cómo son.
Don Jerónimo irá luego a colgar tanto tambor
en el templo de la Virgen, madre de Nuestro Señor.”
Este es el voto que hizo Mío Cid Campeador.
Las damas van alegrándose y ya pierden el pavor.

Aclaremos de paso que ese don Jerónimo que nombra el Cid es un clérigo francés, del Périgord, que vino a unirse a las huestes cidianas en calidad de capellán y soldado a un tiempo. En las batallas, lo vemos peleando a caballo, con la cruz en una mano y la espada en la otra. Fue el primer obispo que tuvo Valencia, desde su conquista por el Cid, y tras la muerte de éste acompañó a Jimena a Burgos para depositar los restos de Rodrigo en San Pedro de Cardeña. Pasó luego a Salamanca, que estaba repoblándose, donde fue su primer obispo e intervino en la decisión de construir su primera Catedral románica. Sus restos reposan en una capilla de la Catedral nueva de Salamanca (me refiero a la Catedral gótica del XVI, construida sobre un brazo del crucero de la Catedral vieja), en cuyo altar puede verse el llamado “Cristo de las Batallas”, que no es sino la cruz con la imagen prerrománica de Cristo que don Jerónimo llevaba en su mano, sobre su cabalgadura, durante las batallas contra infieles.
Resulta fantástico y sobrecogedor pensar en tales cosas hoy en día, cuando los ideales de paz y solidaridad entre los pueblos se han extendido entre nosotros. Pero hemos de pensar que nuestra civilización, con los ideales que hoy nos mueven, no habría sobrevivido sin aquellos episodios y sin el espíritu que animaba a aquellos antepasados nuestros. Una de las mayores fuentes de incomprensión y malinterpretación de la Historia es la que consiste en juzgar los hechos del pasado desde las convicciones del presente, máxime cuando estas convicciones no hubieran sido posibles sin aquellos antecedentes. Se trata de una actitud infantil semejante a la del chico que se avergüenza de la humildad del origen de sus mayores, sin entender que esos mayores han hecho posible, con su esfuerzo y sacrificio, su ascenso cultural y social.
Como también es necesario comprender y aceptar que el paso del hombre por la historia no es rectilíneo ni siempre luminoso y ascendente; que la interpretación optimista de la historia no se corresponde con la realidad; que es necesario aceptar nuestro pasado tal como es, procurando sacar de la historia las enseñanzas que convenga sacar. Todo menos ignorar o falsear el pasado.
Pensando en todo esto, cada vez que tengo ocasión de pasar por Salamanca, entro en su Catedral y me asomo emocionado a una capilla de su cabecera, tras el altar mayor, donde puede verse en la penumbra, casi olvidado en nuestro tiempo, el sepulcro de don Jerónimo, o don Jerome de Périgord, y, sobre el pequeño altar, el crucifijo con el Cristo renegrido que asistió a tantas batallas del Cid contra los invasores almorávides. Y es que en nuestra epopeya, a diferencia de la francesa o la alemana, no predomina lo irreal o fabuloso, sino que constituye un asombroso reflejo de la realidad, especialmente en sus personajes y en su toponimia.

Las referencias literarias a María que hemos visto en el Cantar de Mío Cid revelan ya en época muy temprana, en pleno siglo XII, en el origen mismo de la literatura en lengua castellana, la devoción y la preeminencia que los españoles otorgaron a la figura de la madre de Jesús sobre cualesquiera otras del culto cristiano, en equivalencia y estrecha relación con Jesucristo. No hay, sin embargo, lirismo, exaltación poética en la mención de la Virgen en estas primerísimas representaciones literarias. Se la denomina, sucesivamente, como “Santa María”, “Virgen” y “madre de Nuestro Señor”. No son estos tiempos heroicos propicios para otra cosa que la exaltación épica. La religiosidad se asocia a los ideales bélicos, ya que las continuas guerras contra el Islam aseguran la supervivencia de un pueblo y de una cultura fundada en el Cristianismo.
Es en el siglo XIII cuando el culto y devoción a María va a hacerse intenso lirismo.
El siglo XIII, siglo del gótico por excelencia, supone un enorme progreso en la cultura medieval. Progreso democratizador, diríamos en términos actuales, pues vino acompañado de una mayor participación del pueblo llano en el protagonismo histórico.
Recordemos algunas de sus características esenciales.
Aumento de las ciudades y de la economía mercantil. Fundación de las órdenes mendicantes y democratización del culto cristiano con la construcción de grandes templos en los barrios populares; se trata de las catedrales góticas, dotadas de amplios ventanales cerrados por vidrieras por donde entra la luz a raudales. La luz es el componente fundamental del gótico, no la ojiva o arco apuntado. Los templos góticos son prodigiosas estructuras de extraordinaria funcionalidad, destinadas a acoger muchedumbres y a que la luz penetre todo el recinto, hasta el último de sus rincones. En esos nuevos templos, llenando sus grandes naves, el pueblo podrá ya asistir al sacrificio de la misa y contemplar su liturgia de principio a fin, sin penumbras y sin cortinas que reserven su mirada del momento en que se produce el misterio supremo de la transubstanciación o conversión del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo, frente a lo que venía ocurriendo durante los períodos visigodo, mozárabe y románico.
Si en los templos románicos la nobleza asistía al culto instalada en galerías altas, sin mezclarse con el pueblo y por encima de él, en lo que se llamó el triforio, galerías situadas sobre las naves laterales del templo y abiertas a la nave central y el crucero, en las catedrales góticas, por contra, el triforio desaparece funcionalmente para quedar convertido en un simple adorno arquitectónico, a lo sumo en un estrecho corredor con balaustrada situado entre los arcos laterales de la nave central y sus grandes ventanales de altura.
El siglo XIII, en fin, fue para España un siglo de trascendental importancia. Tras la batalla de las Navas de Tolosa (1212), en que el poder almohade quedó definitivamente abatido, y después de unos años de tregua y relativo reposo, el rey Fernando III el Santo y su hijo el Infante don Alfonso, más tarde Alfonso X el Sabio, tomaron toda la Andalucía occidental, desde Jaén hasta Cádiz y Huelva, e iniciaron su repoblación.
España, en definitiva, se ensanchó considerablemente, en el mayor empuje experimentado por aquel gigantesco esfuerzo de recuperación de España que la historiografía ha llamado “la Reconquista”. Y al decir que España se ensanchó, quiero decir, rigurosamente hablando, que se ensanchó el Cristianismo, la Civilización Occidental, el legado de Grecia y de Roma, la concepción del hombre como ser libre, dueño de sus destinos frente a los poderes que en todo tiempo y lugar tienden a sojuzgarlo, a someterlo, a adoctrinarlo y fanatizarlo.
Se ensanchó, finalmente, la libertad, el progreso del hombre hacia la libertad, que es el verdadero progreso de la historia. Valor éste que estaba contenido en muchísima mayor medida en el Cristianismo que en el Islamismo, como los hechos históricos han venido a mostrar. Es más; la libertad como valor supremo e inalienable del alma humana estaba y está en la raíz misma de la concepción cristiana del ser humano, no en la concepción determinista e integrista de la doctrina de Mahoma expuesta en el Corán. La Constitución, por ejemplo, ese texto sacralizado en nuestros días, con el que se trata de garantizar nuestras libertades y derechos como ciudadanos, es un producto del Cristianismo, de la civilización cristiana occidental. Y esto, que durante mucho tiempo ha sido entre nosotros una obviedad, parece que necesita hoy ser recordado, en vista de las tergiversaciones y olvidos de la historia que algunos sustentan y muchos padecen.
La repoblación de Andalucía occidental en el siglo XIII significó, además, un acrecentamiento de la riqueza para las gentes de la España cristiana. Los repartimientos de tierras se extendieron a la totalidad de los repobladores; nadie quedó sin su parte en la propiedad libre de la tierra, al modo como se había hecho tiempo atrás en las repoblaciones de Castilla. Los repobladores de Andalucía accedieron a la condición de cultivadores libres, no sujetos a servidumbre o vasallaje de tipo feudal, ya que tampoco existieron grandes desequilibrios en el reparto de la riqueza.
Los desequilibrios, las grandes concentraciones de tierras en latifundios inmensos, con la subsiguiente conversión de los pequeños cultivadores libres en proletariado o mano de obra asalariada, sobrevendría con el tiempo. Esto es algo que acaba de recordarnos Antonio Domínguez Ortiz en una reciente entrevista que a todos convendría leer, porque resume y sintetiza magistralmente muchos años de investigación, mucha sabiduría de la historia y de la vida. Señala también Domínguez Ortiz el dolor de la expulsión de los moriscos en su práctica totalidad, la inhumanidad que supuso la constante persecución de los pocos que quedaron hasta lograr expatriarlos, la “maurofobia” que reside en nuestro ser más hondo... Es una muestra de lo que he señalado más arriba sobre la necesidad de mirar la historia de frente, sin ocultamientos ni tergiversaciones, y sacar de ella las enseñanzas que convengan a nuestro tiempo.
Así que no dudo en considerar que el siglo XIII es el gran siglo de la Andalucía cristiana, además de ser un siglo de plenitud de la cultura occidental en la Edad Media.
Pues bien, el culto a María alcanza en este siglo XIII su mayor esplendor en toda Europa, asociada, en el caso de España, a la acción de repoblación y recristianización del sur peninsular. Y no tengo la menor duda de que el culto a la Virgen de Belén en nuestro pueblo procede de ese siglo, en que se tomó a los almohades y se repobló con gentes del norte. No sé si fue desde un principio patrona, o no lo fue hasta más tarde, ya que existe también el culto a la Virgen de las Angustias; corresponde a los investigadores de la historia local dilucidar la cuestión. A mí me interesa el hecho capital de que el culto a María se implanta en Palma al tiempo mismo de su reconquista y repoblación, hacia 1240; porque repoblación, cristianización e introducción del culto a María van necesariamente unidos.
Veamos, pues, qué caracteres reviste la representación de María en nuestra literatura del XIII.
Gonzalo de Berceo, humilde clérigo natural del pueblecito riojano de Berceo, criado en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, del que probablemente fue capellán, es uno de los más enamorados autores de la figura de María, a la que dedica los «Milagros de Nuestra Señora», el «Duelo que fizo la Virgen María el día de la Pasión de su fijo» y los «Loores de Nuestra Señora». Y resulta emocionante leer las tiernas y delicadas alabanzas con que obsequia a María.

La bendita Virgen es estrella clamada ,
estrella de los mares, guiona deseada,
es de los marineros en las cuitas guardada,
ca cuando esa veden , es la nave guiada.
Es clamada, e eslo de los cielos, reína ,
templo de Jesucristo, estrella matutina,
señora natural, piadosa vecina,
de cuerpos e de almas salud e medicina.

De entre las numerosas expresiones que le dedica, escojo algunas: la «Gloriosa», «reina coronada», «Reina preciosa e de precioso fecho», «Madre preciosa», «reina de la mar», «Madre del Rey de gloria», «Virgo todas sazones, ca non quisiste pecar», «vierbo dulz y süave, plus dulce que la miel», «Virgo madre gloriosa, singular e señera, plena de mansedumbre, plus simple que cordera».
El rey Alfonso X el Sabio es autor personal y directo de las «Cantigas de Santa María», colección poética de milagros atribuidos a la Virgen, escrita en lengua gallega, que era la lengua poética por excelencia en su tiempo. Veamos una muestra, traducida al castellano de hoy.

Rosa de las rosas y flor de las flores,
Dueña de las dueñas, Señora de Señoras.
Rosa de beldad y de parecer,
y flor de alegría y de placer;
Dueña en muy piadosa ser.
Señora en quitar penas y dolores.
Rosa de las rosas y flor de las flores,
Dueña de las dueñas, Señora de Señoras.
A tal Señora debe hombre amar
que de todo mal lo puede guardar,
y puédele los pecados perdonar
que hace en el mundo por malos placeres.
Rosa de las rosas..., etc.
Debémosla mucho amar y servir,
porque trata de guardarnos de faltar,
además de los yerros nos hace arrepentir
que nosotros hacemos como pecadores.
Rosa de las rosas..., etc.
Esta Dueña que tengo por Señora
y de la que quiero ser trovador,
si yo por algo pudiese conseguir su amor,
doy al demonio los otros amores.
Rosa de las rosas y flor de las flores,
Dueña de las dueñas, Señora de Señoras.

Juan Ruiz, arcipreste de Hita, próxima a Guadalajara, aproximadamente hasta 1350, es el tercero de los grandes poetas cultos que se distinguen por sus poemas líricos a María. Los «Gozos de Santa María», en general, son composiciones poéticas breves dedicadas a cantar algún suceso gozoso de la vida de María, como sería la Anunciación, el Nacimiento de Jesús o la Ascensión. Veamos un fragmento de los «Gozos» compuestos por el Arcipreste.

Virgen, del cielo Reína ,
e del mundo medicina,
quiéreme oír muy digna,
que de tus gozos aína
escribo yo prosa digna
por te servir.
Decirte he tu alegría,
rogándote todavía
yo pecador
que a la gran culpa mía
non pares mientes , María,
mas al loor .
... ... ...
Señora, oy´ al pecador:
pues tu fijo el Salvador
por nos bajó
del cielo, en ti morador,
el que pariste, blanca flor,
por nos nació.
A nosotros pecadores
non aborrezcas,
pues por nos ser merezcas
Madre de Dios;
ant´él con nosotros parezcas ,
nuestras almas le ofrezcas,
ruegal´ por nos .
... ... ...

Un intenso lirismo recorre las composiciones de los tres poetas, Berceo, Alfonso X, Hita, a la Virgen María. El contraste con el Cantar de Mío Cid es total y absoluto. Si en éste la figura de María no está caracterizada, no se le dan otros atributos que los de «Virgen» y «madre de Nuestro Señor», presentes en el Evangelio, en los poetas del período gótico la abundancia de piropos a la Virgen es tal que parece que porfían en mostrar sus íntimos sentimientos de ternura hacia María. En labios de estos poetas, en definitiva, la Virgen María cobra una personalidad de tal atractivo y encanto ante sus devotos que ha traspasado los siglos y ha llegado hasta nosotros.
En las artes plásticas, ocurre algo muy semejante. Se dirá que la rigidez e inexpresividad de las representaciones anteriores al siglo XIII son producto de las limitaciones técnicas de pintores, miniaturistas, escultores; que no se había logrado representar la perspectiva, ni el movimiento, ni la expresión de los rostros, y de ahí el hieratismo de las figuras del arte románico y prerrománico. Pues bien, no creo en las explicaciones que tratan de justificar los hechos humanos en función del atraso o progreso de las técnicas. No creo que la técnica sea la que condiciona la cultura de los hombres, en un movimiento de fuera adentro. Creo, más bien, que son las necesidades interiores las que determinan el progreso de la técnica; que, ante la necesidad de materializar una determinada exigencia cultural, los hombres nos aplicamos en encontrar su solución por la vía del arte, de la ciencia, de la técnica; y la encontramos. Creía Azorín que el verdadero progreso es el de la sensibilidad, en franca contraposición con toda interpretación materialista del hombre y la historia, y no andaba muy descaminado.
He traído, para terminar, tres imágenes de la Virgen en códices medievales españoles.
La primera, perteneciente al códice llamado «Beato de don Fernando y Sancha», que se conserva en la Biblioteca Nacional, fechado en 1047, es de estilo mozárabe y se debe a un miniaturista llamado Facundus. La Virgen aparece entronizada y con escabel, aunque con los pies descalzos. Sirve, a su vez, de trono al Niño Jesús, que muestra en su mano izquierda la cruz de Oviedo. El ángel, probablemente San Gabriel, con bastón de mensajero, llama la atención hacia la escena.
Pertenece la segunda de las imágenes a la Biblia que se conserva en la Biblioteca Provincial de Burgos, del siglo XII. Aparece en ella la Virgen sentada en trono, siendo ella trono de su Hijo, y calzada. Tiene en su mano izquierda el lirio con las tres flores que simbolizan su virginidad antes del parto, en el parto y después del parto. Al fondo, el firmamento, con la estrella de Oriente a la altura de la cabeza de María. El Niño aparece bendiciendo con una mano y sosteniendo el libro cuadrado en la otra. Los tres Reyes Magos se muestran a la izquierda, ofreciendo sus dones; a la derecha, los pastores en actitud de adoración; abajo, a la derecha, San José, mostrando la escena.
La tercera imagen, finalmente, pertenece a la Biblia del año 1263, copiada por Raimundus, que se guarda en el Museo Episcopal de Vich. Estamos en el siglo XIII, aunque el dibujo aún conserva características románicas. María aparece ligeramente de perfil, hacia su Hijo, con la cabeza inclinada hacia él y con su mano derecha en actitud de acariciarlo. No aparecen sus pies. El Niño, igualmente de perfil, vuelto hacia su Madre, con los pies descalzos. Los dos se miran a los ojos, en mutuo gesto de comunicación y amor. Sólo el aura sobre sus cabezas revela santidad y divinidad, habiendo desaparecido todo atributo de majestad, así como los símbolos de historia sagrada de las anteriores imágenes. En suma, es ésta una representación en que su autor expresa humanidad y vida interior, en armonía con las características que hemos visto en la literatura mariana de este siglo.
El tratamiento de la figura de María en el arte español da mucho de sí; en torno suyo se nos revelan otras muchas cosas de nuestro ser como españoles y sería bueno se insistiera en su estudio.

Joaquín de Alba Carmona

Letrilla de la Virgen María esperando la Navidad, de Gerardo Diego

Cuando venga, ay, yo no sé
con qué le envolveré yo,
con qué.

Ay, dímelo tú, la luna
cuando en tus brazos de hechizo
tomas al roble macizo
y le acunas en tu cuna.
Dímelo, que no lo sé,
con que le tocaré 1 yo,
con qué.

Ay, dímelo tú, la brisa
que con tus besos más leves
la hoja más alta remueves,
peinas la pluma más lisa.
Dímelo y no lo diré
con qué le besaré yo,
con qué.

Pues dímelo tú, arroyuelo,
tú que con labios de plata
le cantas una sonata
de azul música de cielo.
Cuéntame, susúrrame
con qué le cantaré yo,
con qué.

Y ahora que me acordaba,
Ángel del Señor, de ti,
dímelo, pues recibí
tu mensaje: «he aquí la esclava».
Sí, dímelo, por tu fe,
con qué le abrazaré yo,
con qué.

O dímelo tú, si no,
si es que lo sabes, José,
y yo te obedeceré,
que soy una niña yo,
con qué manos le tendré
que no se me rompa, no,
con qué.



Estamos ante un delicado poema de Gerardo Diego a la concepción de María. Habla ésta como una mujer joven, casi niña en su inocencia, sobrecogida por el pasmo de la maternidad inminente que palpita en su seno.
Gerardo Diego, uno de los poetas más variados del siglo XX, que ha cultivado todas las tendencias vanguardistas, desde el surrealismo hasta el ultraísmo y el creacionismo, elige en este poema la letrilla tradicional de tema religioso, cuya manifestación especial es el villancico. Al final de cada estrofa de cuatro versos octosílabos, se repite un sencillo pensamiento, gracioso y popular, a modo de estribillo. Gerardo Diego es también -conviene recordarlo- el único poeta de la generación de 1927 en cuya poesía aparece el tema religioso tratado, como señala Julián Marías, con una recobrada ingenuidad de vuelta -la única sinceramente posible-, siempre vivo, con emoción y felices hallazgos.
A cierta altura de la vida, y en un momento histórico en que las concepciones religiosas sobre el sentido de la vida y la incardinación del hombre en el mundo parecen recobrar un cierto carácter de confrontación que parecía ya superado, resulta profundamente conmovedor caer en la cuenta de algo que, a fuerza de sabido, solemos olvidar: que lo esencial del Cristianismo es la Sagrada Familia y que nuestra concepción de la familia se debe al Cristianismo.
La Sagrada Familia, en efecto, está en el centro de la teología cristiana, pues es en su seno donde Dios se hace hombre y donde el hombre -todo hombre- es elevado a la condición de hijo de Dios. Lo que los teólogos e historiadores de las religiones llaman hierofanía (aparición o manifestación de lo sagrado), núcleo mismo de toda concepción religiosa, es en el Cristianismo la Navidad o nacimiento de Jesús del seno de María: el niño Dios, a la vez humano y divino, y su madre humana, toda amor, dulzura, ternura, paradigma de todas las madres.
Notemos que la diferencia con otras confesiones monoteístas es más profunda de lo que, a simple vista, pudiera parecer. Dios, para los cristianos, no es ya y tan sólo el Dios del Sinaí que se manifiesta en una ardiente zarza al profeta Moisés y le hace entrega de las tablas de la Ley o alianza entre el pueblo elegido y su Dios. Como tampoco resulta de la expresión de un libro sagrado, inmutable en el tiempo, revelado por el Arcángel Gabriel al Profeta, «un dictado sobrenatural recogido por el Profeta iluminado», en expresión de Louis Massignon.
La grandeza del Cristianismo consiste en el doble e idéntico carácter de humanidad –con toda la dimensión histórica, evolutiva, que entraña la condición humana– y trascendencia de Cristo. Y radica precisamente en el Belén, en la Natividad de Jesús, Dios hecho hombre en el seno de María.
Y es en la intimidad de la pureza juvenil de María que espera sobrecogida de unción y amor el fruto de su vientre, donde Gerardo Diego nos sitúa en el poema que traemos aquí, como felicitación navideña dirigida a nuestros amigos y conciudadanos de Palma.
Durante años, tuve ante mí la menuda y entrañable figura de Gerardo Diego en su diaria tertulia del madrileño Café de Gijón. No cabía mayor sencillez y humildad en la actitud y el gesto de tan eminente poeta, que conversaba pausadamente con sus contertulios, como uno más, en tanto yo le contemplaba emocionado, consciente de que su presencia era un regalo temporal que el paso del tiempo habría de arrebatarnos.
Por eso hoy, al tiempo de evocar la festividad cristiana de la Natividad de Jesús, la fiesta por excelencia porque lo es de todos los hombres, sin distinción de latitudes, he querido aprovechar la invitación que la Hermandad de la Virgen de Belén me brinda para expresar a todos los lectores de la revista EL BELÉN mis deseos de paz y felicidad, dirigiendo de igual forma un recuerdo al poeta que, en nuestro tiempo, ha sabido cantar con verso sencillo y emocionado, con sentimiento tan tiernamente humano como es el embeleso, la suspensión de María ante el próximo nacimiento de su niño, el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

Joaquín de Alba Carmona


Nota 1: “con qué le tocaré...” utilizado en el sentido del verbo tocar como cubrir con toquilla.

El nacimiento de Jesús en el teatro medieval castellano

Representación del Nacimiento de Nuestro Señor, de Gómez Manrique
Transcripción del original, respetando sintaxis, formas léxicas y ortografía del siglo XV (véase glosario)



Lo que dize Josepe, sospechando
de Nuestra Señora:
¡O viejo desventurado!
Negra dicha fue la mía
en casarme con María
por quien fuesse desonrado.
Yo la veo bien preñada;
No sé de quién nin de cuánto.
Dizen que d'Espíritu Santo,
mas yo d'esto non sé nada.

La oraçión que faze la Gloriosa:
¡Mi solo Dios verdadero,
cuyo ser es inmovible,
a quien es todo posible,
fáçil e bien fazedero!
Tú que sabes la pureza
de la mi virginidad,
alunbra la çeguedad
de Josep e su sinpleza.

El ángel a Josepe:
¡O viejo de munchos días,
en el seso de muy pocos,
el prinçipal de los locos!
¿Tú no sabes que Isaías
dixo: «Virgen parirá»,
lo cual escrivió por esta
donzella gentil, onesta,
cuyo par nunca será?

La que representa a la Gloriosa,
cuando le dieren el Niño:
Adórote, rey del çielo,
verdadero Dios e onbre;
adoro tu santo nonbre,
mi salvaçión e consuelo.
Adórote, fijo e padre,
a quien sin dolor parí,
porque quesiste de mí
fazer de sierva tu madre.
Bien podré dezir aquí
aquel salmo glorïoso
que dixe, fixo preçioso,
cuando yo te conçebí:
que mi ánima engrandeçe
a ti, mi solo señor,
y en ti, mi salvador,
mi spíritu floreçe.
Mas este mi gran plazer
en dolor será tornado,
pues tú eres enviado
para muerte padeçer
por salvar los pecadores,
en la cual yo pasaré,
non menguándome la fe,
inumerables dolores.
Pero, mi preçioso prez,
fijo mío muy querido,
dame tu claro sentido
para tratar tu niñez
con devida reverençia,
e para que tu pasión
mi femenil coraçón
sufra con muncha paçiençia.

La denunciación del ángel a los pastores
[El ángel:]
Yo vos denunçio, pastores,
qu'en Bellén es oy naçido
el Señor de los señores,
sin pecado conçebido.
E por que non lo dudedes,
id al pesebre del buey,
donde çierto fallaredes
al prometido en la ley.

El un pastor:
Dime tú, ermano, di,
si oíste alguna cosa,
o si viste lo que vi.

El segundo:
Una gran boz me semeja
de un ángel reluciente
que sonó en mi oreja.

El terçero:
Mis oídos han oído
en Bellén ser esta noche
nuestro Salvador naçido.
Por ende dexar devemos
nuestros ganados e ir
por ver si lo fallaremos.

Los pastores veyendo al glorioso Niño:
Este es el Niño eçelente
que nos tiene de salvar.
Ermanos, muy omilmente
le lleguemos [a] adorar.

La adoraçión del primero:
Dios te salve, glorïoso
infante santificado,
por redemir enviado
este mundo trabajoso.
Dámoste grandes loores
por te querer demostrar
a nos, míseros pastores.

[La adoraçión] del segundo:
Sálvete Dios, Niño santo,
enbiado por Dios Padre,
conçebido por tu madre
con amor e con espanto.
Alabamos tu grandeza
qu'en el pueblo d'Irrael
escogió nuestra sinpleza.

[La adoraçión] del terçero:
Dios te salve, Salvador,
onbre que ser Dios creemos.
Munchas graçias te fazemos
porque quesiste, Señor,
la nuestra carne vestir,
en la cual muy cruda muerte
has por nos de reçebir.

Los ángeles:
Gloria al Dios soberano
que reina sobre los çielos,
e paz al linaje umano.

San Gabriel:
Dios te salve, glorïosa,
de los maitines estrella,
después de madre donzella,
e antes que fija esposa.
Yo soy venido, señora,
tu leal enbaxador,
para ser tu servidor
en aquesta santa ora.

San Miguel:
Yo, Micael, que vençí
las huestes luçiferales,
con los coros çelestiales
que son en torno de mí,
por mandado de Dios Padre
vengo tener compañía
a ti, beata María,
de tan santo Niño madre.

San Rafael:
Yo, el ángel Rafael,
capitán d'estas cuadrillas,
dexando las altas sillas,
vengo a ser tu donzel,
e por fazerte plazeres,
pues tan bien los mereçiste,
¡o María, Mater Criste,
bendicha entre las mugeres!

Los martirios que presentan al Niño
El cáliz
¡O santo Niño naçido
para nuestra redençión!
Este cáliz dolorido
de la tu cruda pasión
es neçesario que beva
tu sagrada magestad,
por salvar la umanidad
que fue perdida por Eva.

El astelo e la soga
E será en este astelo
tu cuerpo glorificado,
poderoso rey del çielo,
con estas sogas atado.

Los açotes
Con estos açotes crudos
ronperán los tus costados
los sayones muy sañudos
por lavar nuestros pecados.

La corona
E después de tu persona
ferida con deçeplinas,
te pornán esta corona
de dolorosas espinas.

La cruz
En aquesta santa cruz
el tu cuerpo se porná.
A la ora no havrá luz
e el tenplo caerá.

Los clavos
Con estos clavos, Señor,
te clavarán pies e manos.
Grande pasarás dolor
por los míseros umanos.

La lança
Con esta lança tan cruda
foradarán tu costado,
e será claro sin duda
lo que fue profetizado.


Canción para callar el Niño
Callad, fijo mío
chiquito.
Calladvos, Señor,
nuestro Redentor,
que vuestro dolor
durará poquito.
Angeles del cielo,
venid dar consuelo
a este moçuelo
Jesús tan bonito.
Este fue reparo,
aunqu'el costo caro,
d'aquel pueblo amaro
cativo en Egito.
Este santo dino,
Niño tan benino,
por redemir vino
el linaje aflito.
Cantemos gozosas,
ermanas graçiosas,
pues somos esposas
del Jesú bendito.



Gómez Manrique

* * *

Estamos ante una de las piezas más importantes del teatro vernáculo en lengua castellana, obra escrita entre 1476 y 1481, durante el reinado de los Reyes Católicos, por Gómez Manrique.
Sobrino de Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, quien compuso las célebres Serranillas, y tío carnal de Jorge Manrique, autor de las famosas Coplas a la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo Manrique, era Gómez Manrique miembro de una ilustre fa-milia tanto por su linaje como por su dedicación a la poesía.
La obra que aquí traemos fue escrita por nuestro autor para su hermana doña María Manrique, vicaria en el convento de monjas clarisas de Calabazanos, villa palentina vinculada a la familia Manrique.
El teatro sacro medieval nació de la liturgia y siempre conservó tanto su condición de acto de fe como su propósito de estimular la piedad de los fieles, razón ésta por la que apreciamos en él una doble índole: la teológica y la popular. Como acto de fe, había de ate-nerse a las Sagradas Escrituras y al dogma cristiano; como obra dirigida al pueblo, por el contrario, había de expresarse en un lenguaje popular y utilizando imágenes y elementos añadidos a la historia sagrada por parte de la tradición popular que solían apartarse, por lo general, de la ortodoxia.
Así, la obra se inicia con las dudas de José acerca del embarazo de María que se contie-nen en el evangelio de San Mateo, 1, 18-25, y la Anunciación del Nacimiento a los pastores del evangelio de San Lucas, 2, 8-18. Nuestro autor, sin embargo, expresa las cavilaciones de José en un lenguaje jocoso y popular a un tiempo, muestra ejemplar de esa doble índole del teatro sacro medieval a que nos hemos referido.
Era frecuente, a finales de la Edad Media, caracterizar a San José, tanto en la literatura como en la pintura, como un anciano decrépito, no exento de cierto tono burlón y caricatu-resco, cuando lo más probable es que, al tiempo de nacer Jesús, José no tuviera aún cin-cuenta años, según Juan Gerson. Al pueblo, sin embargo, le gustaba contrastar una visión burlona de José con la devoción reverente dedicada a María y su divino Hijo.
En cuanto a «La oraçión que faze la Gloriosa» para que alumbre «la çeguedad de Josep e su sinpleza» es algo que no aparece en el Evangelio de San Mateo, sino que el autor la ha insertado como forma de dar entrada teatral a la aparición del ángel a San José.
La adoración de la Virgen al Niño es, quizás, el más bello pasaje de la obra. Expresa to-do el arrobo natural de la madre ante el fruto de su alumbramiento, pero también la emo-ción teológica ante el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Termina con las amar-gas palabras relativas a la Pasión que el Hijo habrá de sufrir, «pues tú eres enbiado para muerte padeçer por salvar los pecadores».
Tras el anuncio de tan sólo un ángel a los pastores, la adoración de los tres pastores y el gloria in excelsis del coro de ángeles, intervienen los arcángeles San Gabriel, San Miguel y San Rafael. San Gabriel, para recordar su papel de embajador en la Anunciación a María; San Miguel, la rebelión de los ángeles malos, por donde se extendió la maldad en el mun-do; mientras que San Rafael se declara doncel de María.
La personificación de los instrumentos de la Pasión constituye una alegoría aparentemente extraña al tema de la Natividad, aunque aquí viene justificada por la premonición de la Virgen cuando piensa en la futura Pasión de su Hijo para salvar a los pecadores. En todo caso, la incorporación de escenas de la Pasión al tema de la Natividad es una característica propia de la espiritualidad franciscana, ya que la obra va dirigida a las monjas de la orden de Santa Clara de Asís, fundada por San Francisco de Asís a comienzos del siglo XIII.
Un villancico final sirve para hacer coincidir en el tiempo el tema histórico del Nacimiento de Jesús con el momento actual de la representación. Villancico escrito, con toda evidencia, para ser cantado por las monjas, que consta de un estribillo, «Callad, fijo mío, / chiquito», que podría ser entonado por la Virgen, y unas mudanzas en cuya estrofa final, «Cantemos gozosas, / ermanas graçiosas, / pues somos esposas / del Jesú bendito», son las propias clarisas quienes entonan el cántico en su condición de consortes del Divino Esposo.
Feliz Navidad, queridos amigos.

Joaquín de Alba Carmona

Glosario: aflito: afligido; amaro: amargo; astelo: columna; bendicho: bendito; cativo: cautivo; denunciación: anunciación; denunciar: anunciar; dudedes: dudéis; Egito: Egipto; eçelente: exce-lente; ende, por: por tanto; fallaredes: hallaréis; fazedero: hacedero; fijo: hijo; foradar: horadar, agujerear; Irrael: Israel; Josepe: José; luciferales: infernales; muncho: mucho; omilmente: humil-demente; onbre: hombre; ora: hora; oy: hoy; porná(n): pondrá(n); prez: honra; sayón(es): verdu-go(s).
El signo ç (cedilla) representa el mismo fonema que la letra c ante e, i. En coraçón, açotes, lança, moçuelo, equivale a la ortografía actual de la letra z.

Fe y civilización


No hay nada que, debidamente meditado, no nos conduzca a Dios.

Nicolás Malebranche

Hablando cierto día con el párroco de la Asunción sobre el tema de la fe en los jóvenes, de las dificultades que para ellos, acostumbrados al lenguaje y a los conceptos de la ciencia moderna, suele representar la correcta interpretación de ciertos textos sagrados, expresaba yo mi preocupación por las trabas y limitaciones impuestas a la enseñanza de la Religión en los planes de estudio. Considero, en efecto, que tales limitaciones suponen una grave restricción al derecho a la fe que toda persona tiene, derecho de orden natural, previo y de superior rango, por lo tanto, a los derechos civiles protegidos por la Constitución y regulados por las leyes.
Y es el caso que no necesitamos que las normas de derecho positivo reconozcan y autoricen el ejercicio de nuestros derechos naturales, los derechos que nos corresponden en tanto que personas, aunque sí debieran garantizar el pleno ejercicio de los mismos, cosa que no siempre se cumple.
En otras palabras, son nuestros derechos naturales los que legitiman las normas de derecho positivo y no al contrario; si estamos facultados para promulgar leyes y establecer normas de conducta, es porque nuestra naturaleza humana está dotada de racionalidad y de conciencia moral, facultades éstas que legitiman las normas del derecho positivo y el ejercicio de la autoridad, no al contrario.
¿Pero a qué viene recordar estas consideraciones básicas que están en el ánimo de todos, se dirán ustedes? ¿Acaso está en peligro la garantía que los poderes públicos deben prestar al ejercicio del derecho natural a la fe, del derecho de los escolares a la fe, del derecho que niños y adolescentes tienen a recibir una educación en materia religiosa que constituya un cierto soporte a su fe presente y futura?
Porque no nos engañemos en un tema de la máxima importancia como es éste; la fe es una necesidad que se nos presenta en algún momento de nuestra vida. Antes o después, en la juventud o en la madurez ―y dependiendo del nivel de reflexión y grado de sensibilidad de cada cual―, tenemos necesidad de creer en Dios, de intentar, al menos, alcanzar una cierta representación de aquello que trasciende los límites de nuestra capacidad de percepción y nuestras facultades intelectivas, de aquello a lo que la ciencia no alcanza pero que constituye la razón última, el fundamento del ser.
Necesidad, por tanto, de buscar respuesta al gran misterio, que es el misterio del ser ―el milagro de la existencia, el verdadero y absoluto milagro―, al que la ciencia no tiene acceso, aunque sí puede ayudarnos a tomar conciencia del mismo. Y junto al inescrutable misterio del ser, como correlato suyo, el misterio de la contingencia; el misterio del tiempo y de la muerte; la posibilidad de la nada; la nada inimaginable, absurda; la muerte espantable, aterradora, no ya ni tan sólo por lo que supone de abandono de esta vida temporal, sino por lo que puede tener de negación del ser, de acabamiento en la nada.
“Hambre de Dios, sed de inmortalidad”, que decía Unamuno, el más cristiano y profundo pensador del existencialismo contemporáneo, porque sólo Dios puede garantizar que la muerte ―nuestra muerte, la de cada uno de nosotros― no suponga la disolución del ser ―de nuestro ser personal― en la nada. Un Dios que, como realidad última y soporte mismo del ser, hemos de concebir como intemporalidad y trascendencia, como superación de la muerte; Ser absoluto y eterno. Dios, por lo tanto, salvador de nuestra temporalidad y muerte, de nuestro anhelo de plenitud y amor.
El ser humano no puede conformarse con menos porque ese anhelo, esa íntima exigencia de salvación y plenitud es parte constitutiva de nuestro más hondo y auténtico ser; de nuestra alma, en definitiva. Así, la creencia en la inmortalidad del alma, presente en todas la civilizaciones desde el origen mismo del hombre, no es gratuita, sino que tiene como fundamento esa honda, intrínseca exigencia de salvación a que nos referimos.
Pero la fe, como todo lo humano, tiene sus requerimientos. Requerimientos culturales, históricos, porque todo lo humano es histórico. Y la fe de una persona de nuestro tiempo requiere que sus contenidos se presenten, se mediten y se argumenten con el lenguaje y con el repertorio de ideas y creencias que dan sentido al momento histórico en cuestión. Máxime cuando se trata de jóvenes, dado que los jóvenes son tan receptivos a todo lo nuevo, tan identificados con su tiempo, a todo cuanto ese tiempo que sienten como suyo presenta como novedad frente al pasado.
Y esos requerimientos son precisamente los que se ponen en peligro cuando, en nombre del laicismo ―vocablo que se viene usando con manifiesta hipocresía, en calidad de eufemismo tras el que se encubre un ateísmo práctico―, se hurta a los niños y jóvenes las enseñanzas de la Religión, pues tales enseñanzas deben ser impartidas dentro de los planes de estudio que incluyen los restantes saberes ―esos saberes que consideramos necesarios para afrontar la vida adulta― y en correlación con ellos, pues la fe, apoyada en la razón, es más necesaria que ningún otro saber en la formación de toda persona.
Religión, por lo tanto, explicada y meditada a la altura requerida en nuestro tiempo, en cada tiempo histórico. Pues de la misma manera que una disciplina científica no podría enseñarse hoy con el repertorio de conceptos y métodos del siglo XIX, la enseñanza de la Religión requiere de una constante actualización que la sitúe a la par de los conocimientos de todo orden vigentes hoy en día.
Pienso que, tal vez, los responsables de las enseñanzas religiosas en el pasado ―en un pasado no lejano― confiaron excesivamente en la fuerza de convicción de lo sagrado y en el peso de la tradición católica del pueblo español para mantener la fe de los jóvenes; que tal vez no acertaron a ver la necesidad de apoyar la fe de los españoles de los nuevos tiempos en la razón, en la argumentación de la teología natural o teodicea, estableciendo en todo momento la compatibilidad y concurrencia de los conocimientos científicos de los tiempos modernos con los de la Revelación religiosa y el magisterio de la Iglesia.
Creo que, al menos en la enseñanza que yo conocí en mis años escolares, no se dio tal requisito; hubo, eso sí, mucha devoción, mucha piedad, mucho amor junto a la memorización y repetición diaria del catecismo del P. Ripalda, y poco más.
Y no es que tratemos de aminorar la importancia de un admirable catecismo que ha servido para instruir en un Castellano modélico a generaciones de niños y jóvenes de ambos lados del Atlántico durante más de tres siglos ―su primera publicación data de 1618―, sino que el concepto mismo de catecismo católico emanó del Concilio de Trento ante la necesidad de divulgar la doctrina y hacer frente a la propagación del Protestantismo, dado que el propio Lutero había escrito y publicado su catecismo en 1529. Queremos señalar, pues, que la lectura del Ripalda, de rigor doctrinal y belleza expresiva extraordinarias, no podía, sin embargo, colmar las necesidades educativas de los jóvenes del siglo XX en materia religiosa.
Y así, hemos llegado a este nuevo siglo en una situación preocupante. Las ideologías materialistas, aun a pesar de su fracaso en el orden práctico, han dejado su profunda huella en la civilización occidental. Ha fracasado el llamado materialismo dialéctico en tanto que utopía de la justicia y del igualitarismo social, pero ha quedado su ingrediente negativo, su rencor y obsesión de achacar al Cristianismo ―a la Iglesia Católica en particular― los errores que a nuestra civilización puedan atribuírsele en el logro de una justicia social y una felicidad terrenal contrarias, en buena medida, a la condición humana.
Y así, al laicismo anticatólico activo se le añade en nuestro país una torpe inculpación contra el Cristianismo de larga dimensión histórica; a la Iglesia ―a los católicos, en general― se le achacan toda clase de males y calamidades históricas, desde los conflictos bélicos, los enfrentamientos civiles o las desigualdades que aquejan a nuestra sociedad hasta la decadencia y caída del Imperio Romano, por mencionar un ejemplo citado en la conversación a que me estoy refiriendo y que da lugar a estas reflexiones.
Causa estupor escuchar este colosal disparate, pero es muy cierto que no pocos estudiantes jóvenes afirman que el Imperio Romano y su civilización iniciaron su decadencia al tiempo de la propagación del Cristianismo en Roma y que la nueva religión fue la causa de su ruina final.
Y puesto que ningún joven posee los elementos necesarios para llegar por sí mismo a semejante conclusión sobre un proceso histórico de enorme complejidad y hondura, la falsedad sólo procedería de quienes tienen a su cargo su formación académica. Obra, por lo tanto, del laicismo que nos aqueja, derivado, en realidad, del materialismo dialéctico.
Creíamos que semejante idea, que proviene de la ya lejana historiografía inglesa del siglo XVIII, aquejada del engreimiento intelectual propio del racionalismo del Siglo de las Luces, con sus prejuicios antirreligiosos, había quedado suficientemente rebatida por los más ilustres hitoriadores contemporáneos, pero parece que quienes propagan tales patrañas lo ignoran o lo quieren ignorar. Vayamos, pues, a los hechos.
Lo cierto es justamente lo contrario: el Cristianismo cumplió una función de afianzamiento de la civilización romana, con la que se identificó desde el primer momento. Téngase en cuenta que la fe cristiana comenzó a difundirse en Roma tras la dispersión que siguió a la destrucción de Jerusalén del año 70 y que los cristianos fueron insertándose perfectamente en el mundo romano. Se insertaron en su lengua, en sus leyes, en su mundo social, en su arte; en todo aquello que no se opusiera, claro está, a su fe en Cristo y en la salvación personal.
Aquellos cristianos de los primeros siglos de nuestra Era, en definitiva, no cuestionaban los principios sobre los que descansaba el orden social y político romano y, en tal sentido, no podían constituir peligro ni amenaza alguna para el Imperio. Sin embargo, su oposición al legalismo elitista de los fariseos, por una parte, y su compromiso con los pobres, los oprimidos y los humillados, por otra, fue sin duda lo que les otorgó esa fuerza moral y de atracción durante las crisis sociales de los primeros siglos en el Imperio Romano, cuando las ciudades se hundían en la miseria y los hombres en la esclavitud.
Pero ¿cuál era la procedencia de tal argumento? Vamos a verlo muy brevemente.
Es muy cierto que los emperadores Marco Aurelio y Juliano, de la dinastía de los Antoninos, en el siglo II d.C., consideraron que el auge del Cristianismo debilitaba el Imperio Romano. Ahora bien, hay que tener en cuenta que ambos emperadores partían de una falsa idea según la cual la civilización romana se hallaba entonces en su momento de mayor auge histórico.
Del mismo supuesto partió el historiador inglés Edward Gibbon en el siglo XVIII (1737-1794), autor de una Historia de la decadencia y caída del Impero Romano, en seis volúmenes entre 1776 y 1788 . Supuesto, sin embargo, radicalmente falso, puesto que la decadencia del Imperio no se inició en el siglo II d.C. ni la época de los Antoninos significó la culminación de Roma, cosas ambas admitidas con carácter general en nuestros días.
La decadencia del Imperio Romano y su civilización se inicia mucho antes de ese período histórico en que los primeros cristianos se asientan en Roma. Y frente a la teoría ya lejana de Edward Gibbon, será Toynbee, historiador inglés también, más cercano a nosotros, quien desmonte dicha tesis y establezca la contraria.
Arnold J. Toynbee, efectivamente, nos dirá lo siguiente:
“Pienso que el error de Gibbon está en suponer que la civilización antigua del mundo grecorromano empezó a declinar en el siglo II d.C. y que la época de los Antoninos fue el apogeo de esa civilización. Pienso que en realidad empezó a declinar en el siglo V a.C. Ni siquiera fueron las filosofías que precedieron al Cristianismo los responsables de la muerte de la antigua civilización grecorromana. Las filosofías nacieron porque la vida cívica de esa civilización ya se había autodestruido al hacer de sí misma un ideal al que los hombres rendían un culto exorbitante. Y el surgimiento de las filosofías, como el surgimiento posterior de las religiones, de todas las cuales el Cristianismo surgió como el sucesor final, fue algo que ocurrió después de que la civilización grecorromana se hubiera dado muerte. El surgimiento de las filosofías y, a fortiori, el de las religiones, no fue una causa; fue una consecuencia.”
Froncois Pierre Guizot, padre de la historiografía francesa contemporánea, afirma, en su Historia de la Civilización en Europa, que fue la Iglesia cristiana quien se defendió vigorosamente contra la disolución interior del Imperio Romano, contra la barbarie; quien conquistó a los bárbaros, quien se convirtió en el lazo, el medio, el principio de civilización entre el mundo romano y el mundo bárbaro.
René Huyghe, otro historiador francés del mayor prestigio, afirma: “…sin el Cristianismo no asistiríamos más que a la lenta degradación del ideal mediterráneo manifestado por Grecia. Pero el Cristianismo… va a sustituir esa descomposición de un orden antiguo por un paso adelante cuyo desarrollo llenará los siglos venideros.”
Podríamos citar una interminable relación de historiadores contemporáneos que admiten sin lugar a dudas que el Cristianismo, instalado en el seno de la civilización grecolatina, contribuyó a su defensa y, principalmente, a su continuidad; a la continuidad de los valores de aquel mundo, como son la afirmación de la individualidad y libertad de las personas, dándoles un sentido trascendente como atributos de un alma inmortal creada por Dios a su imagen y semejanza.
El Derecho Romano pasó a ser la base del Derecho Canónico y, con él, de los ordenamientos jurídicos de los países de raíz latina ―recordemos las Siete Partidas promulgadas por nuestro rey Alfonso X, el Sabio, derogando el Fuero Juzgo por su origen visigodo y carácter señorial―. El latín ha seguido siendo la lengua oficial de la Iglesia. El pensamiento filosófico cristiano se ha fundido con el de los grandes pensadores griegos ―Platón y Aristóteles, sobre todo, sin desdeñar a los estoicos― creándose así la gran tradición de pensamiento occidental, en la que la aportación clásica se hace cristiana, se enriquece con pensadores y teólogos como San Pablo, Clemente de Alejandría, San Agustín, Boecio, Juan Escoto, San Anselmo, San Alberto Magno, Santo Tomás, por no citar sino a unos pocos de ese período de gestación de lo que, a partir del Renacimiento, será el gran pensamiento europeo moderno y contemporáneo. No me resisto a citar también, entre los grandes pensadores profundamente cristianos de la Edad Moderna, a Pascal y a Malebranche; y entre los contemporáneos, a los españoles Unamuno y Zubiri. Hoy en día subsisten en el pensamiento filosófico occidental, como raíces profundas del mismo, las dos grandes corrientes del agustinismo platónico y del escolasticismo aristotélico.
Así pues, todo el pensamiento filosófico de nuestro mundo ―como la cultura occidental en su totalidad― es deudor del Cristianismo, pese a quienes no quieran admitirlo por haber desembocado en posiciones ateas, como es el caso de las teorías materialistas derivadas del idealismo hegeliano.
Que el Cristianismo fue el sostén de la cultura clásica grecolatina durante toda la Edad Media, e incluso de la pervivencia política del Imperio Romano, lo demuestra el hecho de que en Constantinopla subsistió el Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, profundamente cristianizado, hasta su caída en poder de los turcos otomanos en el año 1453. Esta perfecta simbiosis de la cultura clásica de Grecia y Roma con la fe cristiana en Bizancio, rechazando las invasiones bárbaras y desviándolas hacia occidente, invalida la absurda teoría de Gibbon a que nos hemos referido.

* * *

Terminamos recordando las palabras pronunciadas por uno de los máximos teólogos de nuestro tiempo, Joseph Ratzinger, nuestro actual Papa Benedicto XVI, quien en su mensaje de Navidad de 2006, desde el balcón de San Pedro, ha puesto de manifiesto la necesidad de la fe en un mundo como el actual, caracterizado por los grandes desequilibrios que aquejan a la humanidad:
“¿Es aún necesario un Salvador para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de Internet y que, gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global? Este hombre del siglo veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como productor entusiasta de éxitos indiscutibles. Lo parece, pero no es así.”
El Papa recuerda que, pese a tales logros, sigue habiendo personas que mueren de hambre, sed, enfermedad y pobreza; hay personas esclavizadas y explotadas, ofendidas en su dignidad; proliferan las víctimas del odio racial y religioso; en muchos países no es posible ejercitar la propia religión sin ingerencias y coacciones físicas y morales; se ven cuerpos destrozados por las armas, el terrorismo y la violencia ―“especialmente niños”, dijo, a quienes también dedicó de manera especial Joseph Ratzinger su homilía la noche anterior, en la Misa del Gallo―; proliferan los refugiados y las personas forzadas a emigrar... y también los hombres son “engañados por fáciles profetas de la felicidad... son frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga”.
Es el panorama del dolor y del sufrimiento humanos, porque “a pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el corazón, donde siempre necesita ser salvado. Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador, porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral”.

Joaquín de Alba Carmona

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