30/10/08

Fe y civilización


No hay nada que, debidamente meditado, no nos conduzca a Dios.

Nicolás Malebranche

Hablando cierto día con el párroco de la Asunción sobre el tema de la fe en los jóvenes, de las dificultades que para ellos, acostumbrados al lenguaje y a los conceptos de la ciencia moderna, suele representar la correcta interpretación de ciertos textos sagrados, expresaba yo mi preocupación por las trabas y limitaciones impuestas a la enseñanza de la Religión en los planes de estudio. Considero, en efecto, que tales limitaciones suponen una grave restricción al derecho a la fe que toda persona tiene, derecho de orden natural, previo y de superior rango, por lo tanto, a los derechos civiles protegidos por la Constitución y regulados por las leyes.
Y es el caso que no necesitamos que las normas de derecho positivo reconozcan y autoricen el ejercicio de nuestros derechos naturales, los derechos que nos corresponden en tanto que personas, aunque sí debieran garantizar el pleno ejercicio de los mismos, cosa que no siempre se cumple.
En otras palabras, son nuestros derechos naturales los que legitiman las normas de derecho positivo y no al contrario; si estamos facultados para promulgar leyes y establecer normas de conducta, es porque nuestra naturaleza humana está dotada de racionalidad y de conciencia moral, facultades éstas que legitiman las normas del derecho positivo y el ejercicio de la autoridad, no al contrario.
¿Pero a qué viene recordar estas consideraciones básicas que están en el ánimo de todos, se dirán ustedes? ¿Acaso está en peligro la garantía que los poderes públicos deben prestar al ejercicio del derecho natural a la fe, del derecho de los escolares a la fe, del derecho que niños y adolescentes tienen a recibir una educación en materia religiosa que constituya un cierto soporte a su fe presente y futura?
Porque no nos engañemos en un tema de la máxima importancia como es éste; la fe es una necesidad que se nos presenta en algún momento de nuestra vida. Antes o después, en la juventud o en la madurez ―y dependiendo del nivel de reflexión y grado de sensibilidad de cada cual―, tenemos necesidad de creer en Dios, de intentar, al menos, alcanzar una cierta representación de aquello que trasciende los límites de nuestra capacidad de percepción y nuestras facultades intelectivas, de aquello a lo que la ciencia no alcanza pero que constituye la razón última, el fundamento del ser.
Necesidad, por tanto, de buscar respuesta al gran misterio, que es el misterio del ser ―el milagro de la existencia, el verdadero y absoluto milagro―, al que la ciencia no tiene acceso, aunque sí puede ayudarnos a tomar conciencia del mismo. Y junto al inescrutable misterio del ser, como correlato suyo, el misterio de la contingencia; el misterio del tiempo y de la muerte; la posibilidad de la nada; la nada inimaginable, absurda; la muerte espantable, aterradora, no ya ni tan sólo por lo que supone de abandono de esta vida temporal, sino por lo que puede tener de negación del ser, de acabamiento en la nada.
“Hambre de Dios, sed de inmortalidad”, que decía Unamuno, el más cristiano y profundo pensador del existencialismo contemporáneo, porque sólo Dios puede garantizar que la muerte ―nuestra muerte, la de cada uno de nosotros― no suponga la disolución del ser ―de nuestro ser personal― en la nada. Un Dios que, como realidad última y soporte mismo del ser, hemos de concebir como intemporalidad y trascendencia, como superación de la muerte; Ser absoluto y eterno. Dios, por lo tanto, salvador de nuestra temporalidad y muerte, de nuestro anhelo de plenitud y amor.
El ser humano no puede conformarse con menos porque ese anhelo, esa íntima exigencia de salvación y plenitud es parte constitutiva de nuestro más hondo y auténtico ser; de nuestra alma, en definitiva. Así, la creencia en la inmortalidad del alma, presente en todas la civilizaciones desde el origen mismo del hombre, no es gratuita, sino que tiene como fundamento esa honda, intrínseca exigencia de salvación a que nos referimos.
Pero la fe, como todo lo humano, tiene sus requerimientos. Requerimientos culturales, históricos, porque todo lo humano es histórico. Y la fe de una persona de nuestro tiempo requiere que sus contenidos se presenten, se mediten y se argumenten con el lenguaje y con el repertorio de ideas y creencias que dan sentido al momento histórico en cuestión. Máxime cuando se trata de jóvenes, dado que los jóvenes son tan receptivos a todo lo nuevo, tan identificados con su tiempo, a todo cuanto ese tiempo que sienten como suyo presenta como novedad frente al pasado.
Y esos requerimientos son precisamente los que se ponen en peligro cuando, en nombre del laicismo ―vocablo que se viene usando con manifiesta hipocresía, en calidad de eufemismo tras el que se encubre un ateísmo práctico―, se hurta a los niños y jóvenes las enseñanzas de la Religión, pues tales enseñanzas deben ser impartidas dentro de los planes de estudio que incluyen los restantes saberes ―esos saberes que consideramos necesarios para afrontar la vida adulta― y en correlación con ellos, pues la fe, apoyada en la razón, es más necesaria que ningún otro saber en la formación de toda persona.
Religión, por lo tanto, explicada y meditada a la altura requerida en nuestro tiempo, en cada tiempo histórico. Pues de la misma manera que una disciplina científica no podría enseñarse hoy con el repertorio de conceptos y métodos del siglo XIX, la enseñanza de la Religión requiere de una constante actualización que la sitúe a la par de los conocimientos de todo orden vigentes hoy en día.
Pienso que, tal vez, los responsables de las enseñanzas religiosas en el pasado ―en un pasado no lejano― confiaron excesivamente en la fuerza de convicción de lo sagrado y en el peso de la tradición católica del pueblo español para mantener la fe de los jóvenes; que tal vez no acertaron a ver la necesidad de apoyar la fe de los españoles de los nuevos tiempos en la razón, en la argumentación de la teología natural o teodicea, estableciendo en todo momento la compatibilidad y concurrencia de los conocimientos científicos de los tiempos modernos con los de la Revelación religiosa y el magisterio de la Iglesia.
Creo que, al menos en la enseñanza que yo conocí en mis años escolares, no se dio tal requisito; hubo, eso sí, mucha devoción, mucha piedad, mucho amor junto a la memorización y repetición diaria del catecismo del P. Ripalda, y poco más.
Y no es que tratemos de aminorar la importancia de un admirable catecismo que ha servido para instruir en un Castellano modélico a generaciones de niños y jóvenes de ambos lados del Atlántico durante más de tres siglos ―su primera publicación data de 1618―, sino que el concepto mismo de catecismo católico emanó del Concilio de Trento ante la necesidad de divulgar la doctrina y hacer frente a la propagación del Protestantismo, dado que el propio Lutero había escrito y publicado su catecismo en 1529. Queremos señalar, pues, que la lectura del Ripalda, de rigor doctrinal y belleza expresiva extraordinarias, no podía, sin embargo, colmar las necesidades educativas de los jóvenes del siglo XX en materia religiosa.
Y así, hemos llegado a este nuevo siglo en una situación preocupante. Las ideologías materialistas, aun a pesar de su fracaso en el orden práctico, han dejado su profunda huella en la civilización occidental. Ha fracasado el llamado materialismo dialéctico en tanto que utopía de la justicia y del igualitarismo social, pero ha quedado su ingrediente negativo, su rencor y obsesión de achacar al Cristianismo ―a la Iglesia Católica en particular― los errores que a nuestra civilización puedan atribuírsele en el logro de una justicia social y una felicidad terrenal contrarias, en buena medida, a la condición humana.
Y así, al laicismo anticatólico activo se le añade en nuestro país una torpe inculpación contra el Cristianismo de larga dimensión histórica; a la Iglesia ―a los católicos, en general― se le achacan toda clase de males y calamidades históricas, desde los conflictos bélicos, los enfrentamientos civiles o las desigualdades que aquejan a nuestra sociedad hasta la decadencia y caída del Imperio Romano, por mencionar un ejemplo citado en la conversación a que me estoy refiriendo y que da lugar a estas reflexiones.
Causa estupor escuchar este colosal disparate, pero es muy cierto que no pocos estudiantes jóvenes afirman que el Imperio Romano y su civilización iniciaron su decadencia al tiempo de la propagación del Cristianismo en Roma y que la nueva religión fue la causa de su ruina final.
Y puesto que ningún joven posee los elementos necesarios para llegar por sí mismo a semejante conclusión sobre un proceso histórico de enorme complejidad y hondura, la falsedad sólo procedería de quienes tienen a su cargo su formación académica. Obra, por lo tanto, del laicismo que nos aqueja, derivado, en realidad, del materialismo dialéctico.
Creíamos que semejante idea, que proviene de la ya lejana historiografía inglesa del siglo XVIII, aquejada del engreimiento intelectual propio del racionalismo del Siglo de las Luces, con sus prejuicios antirreligiosos, había quedado suficientemente rebatida por los más ilustres hitoriadores contemporáneos, pero parece que quienes propagan tales patrañas lo ignoran o lo quieren ignorar. Vayamos, pues, a los hechos.
Lo cierto es justamente lo contrario: el Cristianismo cumplió una función de afianzamiento de la civilización romana, con la que se identificó desde el primer momento. Téngase en cuenta que la fe cristiana comenzó a difundirse en Roma tras la dispersión que siguió a la destrucción de Jerusalén del año 70 y que los cristianos fueron insertándose perfectamente en el mundo romano. Se insertaron en su lengua, en sus leyes, en su mundo social, en su arte; en todo aquello que no se opusiera, claro está, a su fe en Cristo y en la salvación personal.
Aquellos cristianos de los primeros siglos de nuestra Era, en definitiva, no cuestionaban los principios sobre los que descansaba el orden social y político romano y, en tal sentido, no podían constituir peligro ni amenaza alguna para el Imperio. Sin embargo, su oposición al legalismo elitista de los fariseos, por una parte, y su compromiso con los pobres, los oprimidos y los humillados, por otra, fue sin duda lo que les otorgó esa fuerza moral y de atracción durante las crisis sociales de los primeros siglos en el Imperio Romano, cuando las ciudades se hundían en la miseria y los hombres en la esclavitud.
Pero ¿cuál era la procedencia de tal argumento? Vamos a verlo muy brevemente.
Es muy cierto que los emperadores Marco Aurelio y Juliano, de la dinastía de los Antoninos, en el siglo II d.C., consideraron que el auge del Cristianismo debilitaba el Imperio Romano. Ahora bien, hay que tener en cuenta que ambos emperadores partían de una falsa idea según la cual la civilización romana se hallaba entonces en su momento de mayor auge histórico.
Del mismo supuesto partió el historiador inglés Edward Gibbon en el siglo XVIII (1737-1794), autor de una Historia de la decadencia y caída del Impero Romano, en seis volúmenes entre 1776 y 1788 . Supuesto, sin embargo, radicalmente falso, puesto que la decadencia del Imperio no se inició en el siglo II d.C. ni la época de los Antoninos significó la culminación de Roma, cosas ambas admitidas con carácter general en nuestros días.
La decadencia del Imperio Romano y su civilización se inicia mucho antes de ese período histórico en que los primeros cristianos se asientan en Roma. Y frente a la teoría ya lejana de Edward Gibbon, será Toynbee, historiador inglés también, más cercano a nosotros, quien desmonte dicha tesis y establezca la contraria.
Arnold J. Toynbee, efectivamente, nos dirá lo siguiente:
“Pienso que el error de Gibbon está en suponer que la civilización antigua del mundo grecorromano empezó a declinar en el siglo II d.C. y que la época de los Antoninos fue el apogeo de esa civilización. Pienso que en realidad empezó a declinar en el siglo V a.C. Ni siquiera fueron las filosofías que precedieron al Cristianismo los responsables de la muerte de la antigua civilización grecorromana. Las filosofías nacieron porque la vida cívica de esa civilización ya se había autodestruido al hacer de sí misma un ideal al que los hombres rendían un culto exorbitante. Y el surgimiento de las filosofías, como el surgimiento posterior de las religiones, de todas las cuales el Cristianismo surgió como el sucesor final, fue algo que ocurrió después de que la civilización grecorromana se hubiera dado muerte. El surgimiento de las filosofías y, a fortiori, el de las religiones, no fue una causa; fue una consecuencia.”
Froncois Pierre Guizot, padre de la historiografía francesa contemporánea, afirma, en su Historia de la Civilización en Europa, que fue la Iglesia cristiana quien se defendió vigorosamente contra la disolución interior del Imperio Romano, contra la barbarie; quien conquistó a los bárbaros, quien se convirtió en el lazo, el medio, el principio de civilización entre el mundo romano y el mundo bárbaro.
René Huyghe, otro historiador francés del mayor prestigio, afirma: “…sin el Cristianismo no asistiríamos más que a la lenta degradación del ideal mediterráneo manifestado por Grecia. Pero el Cristianismo… va a sustituir esa descomposición de un orden antiguo por un paso adelante cuyo desarrollo llenará los siglos venideros.”
Podríamos citar una interminable relación de historiadores contemporáneos que admiten sin lugar a dudas que el Cristianismo, instalado en el seno de la civilización grecolatina, contribuyó a su defensa y, principalmente, a su continuidad; a la continuidad de los valores de aquel mundo, como son la afirmación de la individualidad y libertad de las personas, dándoles un sentido trascendente como atributos de un alma inmortal creada por Dios a su imagen y semejanza.
El Derecho Romano pasó a ser la base del Derecho Canónico y, con él, de los ordenamientos jurídicos de los países de raíz latina ―recordemos las Siete Partidas promulgadas por nuestro rey Alfonso X, el Sabio, derogando el Fuero Juzgo por su origen visigodo y carácter señorial―. El latín ha seguido siendo la lengua oficial de la Iglesia. El pensamiento filosófico cristiano se ha fundido con el de los grandes pensadores griegos ―Platón y Aristóteles, sobre todo, sin desdeñar a los estoicos― creándose así la gran tradición de pensamiento occidental, en la que la aportación clásica se hace cristiana, se enriquece con pensadores y teólogos como San Pablo, Clemente de Alejandría, San Agustín, Boecio, Juan Escoto, San Anselmo, San Alberto Magno, Santo Tomás, por no citar sino a unos pocos de ese período de gestación de lo que, a partir del Renacimiento, será el gran pensamiento europeo moderno y contemporáneo. No me resisto a citar también, entre los grandes pensadores profundamente cristianos de la Edad Moderna, a Pascal y a Malebranche; y entre los contemporáneos, a los españoles Unamuno y Zubiri. Hoy en día subsisten en el pensamiento filosófico occidental, como raíces profundas del mismo, las dos grandes corrientes del agustinismo platónico y del escolasticismo aristotélico.
Así pues, todo el pensamiento filosófico de nuestro mundo ―como la cultura occidental en su totalidad― es deudor del Cristianismo, pese a quienes no quieran admitirlo por haber desembocado en posiciones ateas, como es el caso de las teorías materialistas derivadas del idealismo hegeliano.
Que el Cristianismo fue el sostén de la cultura clásica grecolatina durante toda la Edad Media, e incluso de la pervivencia política del Imperio Romano, lo demuestra el hecho de que en Constantinopla subsistió el Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, profundamente cristianizado, hasta su caída en poder de los turcos otomanos en el año 1453. Esta perfecta simbiosis de la cultura clásica de Grecia y Roma con la fe cristiana en Bizancio, rechazando las invasiones bárbaras y desviándolas hacia occidente, invalida la absurda teoría de Gibbon a que nos hemos referido.

* * *

Terminamos recordando las palabras pronunciadas por uno de los máximos teólogos de nuestro tiempo, Joseph Ratzinger, nuestro actual Papa Benedicto XVI, quien en su mensaje de Navidad de 2006, desde el balcón de San Pedro, ha puesto de manifiesto la necesidad de la fe en un mundo como el actual, caracterizado por los grandes desequilibrios que aquejan a la humanidad:
“¿Es aún necesario un Salvador para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de Internet y que, gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global? Este hombre del siglo veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como productor entusiasta de éxitos indiscutibles. Lo parece, pero no es así.”
El Papa recuerda que, pese a tales logros, sigue habiendo personas que mueren de hambre, sed, enfermedad y pobreza; hay personas esclavizadas y explotadas, ofendidas en su dignidad; proliferan las víctimas del odio racial y religioso; en muchos países no es posible ejercitar la propia religión sin ingerencias y coacciones físicas y morales; se ven cuerpos destrozados por las armas, el terrorismo y la violencia ―“especialmente niños”, dijo, a quienes también dedicó de manera especial Joseph Ratzinger su homilía la noche anterior, en la Misa del Gallo―; proliferan los refugiados y las personas forzadas a emigrar... y también los hombres son “engañados por fáciles profetas de la felicidad... son frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga”.
Es el panorama del dolor y del sufrimiento humanos, porque “a pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el corazón, donde siempre necesita ser salvado. Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador, porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral”.

Joaquín de Alba Carmona

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