30/10/08

Lírica navideña

La Navidad es la gran fiesta cristiana. Todo el misterio de la Redención está ya prefigurado en la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios y ello explica la aparente paradoja de que en la Navidad se aúnen el gozo y la tristeza a un mismo tiempo. Gozo por la venida de Dios y tristeza por lo que su nacimiento tiene de premonición de la Pasión, Muerte y Resurrección con que ha de cumplirse el propósito redentor de la humanidad.
De ahí que la lírica navideña, tan rica en nuestra lengua castellana, presente sentidos tan diversos como pueden ser la alegría, teñida a veces de humor en los villancicos más populares; la ternura ante el milagro de vida que todo nacimiento supone; la compasión suscitada por la extrema humildad con que tiene lugar el parto de la Virgen María y primera cuna de su Hijo, humildad simbolizada en el pesebre, el heno y las bestias que aportan algún calor en la fría noche invernal; la excepcionalidad del milagroso acontecimiento, explicada a través del anuncio del ángel a los pastores y el gozo con que éstos acuden con sus ofrendas a rendir adoración al Niño Dios, así como de la estrella que señala el camino que ha de conducir a los Magos ante el humilde lugar en que Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido.
Pues bien; nuestra lírica sobre la Natividad de Cristo es una maravilla de variedad y riqueza interpretativa, de sentimientos, de unción religiosa. Maravilla de un pueblo que ha sentido y sabido expresar desde muy antiguo la profunda significación que encierra el Cristianismo como doctrina en que los seres humanos somos redimidos y elevados al plano sobrenatural mediante la Redención de Cristo; doctrina que establece una interrelación natural y teológica entre lo Divino y lo humano, sin incidir en el recurso fácil y confuso del panteísmo. En función de ella, los humanos, poseedores de un alma inmortal e iguales todos a los ojos del Padre, a despecho de las desigualdades de este mundo, accedemos a la intemporalidad y plenitud de la presencia divina —a la salvación, en suma— en virtud de nuestro hermanamiento en Cristo.
En el Cristianismo encontramos también el más perfecto enlace y conciliación entre el sentido humanista y trascendente de la realidad humana. Quiero decir entre la vocación científica y afán de progreso que caracteriza hoy a nuestras sociedades y la vocación de trascendencia —hambre de Dios, sed de inmortalidad, al decir de Unamuno— que nos es inherente y que, antes o después, asalta nuestros corazones. Con una condición, sin embargo: que ambos imperativos sepan conciliarse y respetarse entre sí, tema éste por demás problemático y que merece una reflexión espaciosa y desapasionada.
Y vayamos a los textos, a dos muestras de la lírica navideña a que nos referimos, más un soneto de Miguel de Cervantes, emocionante por la fuerza de su fe y devoción. Poemas de tres autores cuyas raíces se sitúan en nuestra tierra.
Con ocasión de la presentación del libro “Luis Portocarrero, VII señor de Palma del Río, encuentro con un poeta desconocido del siglo XV”, me aventuré a suponer que sería en el Alcázar palmeño de los Portocarrero donde se haría sentir la profunda emoción que brota de la devoción religiosa en la siguiente canción a la noche de Navidad:


¡Oh, qué nueva novedad,
novedad maravillosa!
¡Qué Virgen, Madre y Esposa
de toda la Trinidad!
¡Hija de Dios poderoso,
Madre de Dios Uno y Trino!
¡Qué parto tan glorioso!
¡Qué parto tan divino!
¡Qué divina humanidad,
divinidad tan hermosa!
¡Qué obra tan milagrosa
de toda la Trinidad!


Y es que en cierta poesía de Luis Portocarrero se hace sentir una pasión sincera, muy sincera, que revela al hombre auténtico, cargado de honda emoción, que hay en él. Ello es evidente en las composiciones de tema religioso, de fervor mariano principalmente, como señala Manuel Nieto.
Traemos aquí, en segundo lugar y como excepción, un bellísimo y conmovedor soneto de nuestro Miguel de Cervantes, a quien cierta crítica interesada ha pretendido tachar de agnóstico. Nada más lejos de la realidad. Cervantes recibió su formación infantil y adolescente con los jesuitas en Córdoba y Sevilla ―sin olvidar los cinco años transcurridos en Cabra, entre 1558 y 1563―, hasta que hacia 1566, con diecinueve años de edad, se traslada con su familia desde Sevilla a Madrid y en la capital del reino entra en contacto con el reformismo erasmista sustentado por el licenciado López de Hoyos. Resulta muy cierto que la literatura cervantina es proclive a la expresión de su vehemente patriotismo, de una parte; y de otra, al sentido crítico y humorístico —irónico, si se prefiere— como interpretación de la realidad de su tiempo, con el añadido, en todo caso, de la influencia del pujante Renacimiento de signo italianizante. Este soneto, no obstante, nos hace patente su fe sincera y profunda, así como el sentido cristiano de la existencia que albergaba, fruto de la formación cristiana recibida en su infancia y años mozos.
¡La formación cristiana, amigos! Me temo que una buena parte de nuestra sociedad actual no es consciente de la necesidad absoluta de que los niños y adolescentes reciban la educación religiosa que, más adelante, en la edad adulta, constituya el soporte de una plena conciencia moral y la posibilidad de una fe personal y madura. Conciencia moral y fe sin las que el ser humano queda muy por debajo de sus posibilidades y la sociedad en su conjunto queda inerme ante la carencia de valores. Pues los valores cristianos son, sin ninguna duda, el origen y soporte de los valores que los defensores del laicismo creen autónomos; sin aquéllos, sin embargo, —sin la fe y la moral cristiana—, mucho nos tememos que la sociedad retrocede —ya está retrocediendo a grandes pasos— a estadios del individualismo más descarnado.
El soneto-oración que titulamos A Cristo aparece en la comedia La Gran Sultana Doña Catalina de Oviedo, obra compuesta poco después de 1600, es decir, cuando Cervantes contaba cincuenta y tres años; época de plena madurez, por lo tanto.

A CRISTO

A Ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida,
la mísera de Adán primer caída,
y adonde él nos perdió Tú nos cobraste.

A Ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas la perdida
y, hallándola del lobo perseguida,
sobre tus hombros santos te la echaste.

A Ti me vuelvo en mi aflicción amarga
y a Ti toca, Señor, el darme ayuda,
que soy cordera de tu aprisco ausente

y temo que, a carrera corta o larga,
cuando a mi daño tu favor no acuda,
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.


El tercero de los poemas pertenece a otro cordobés universal: Don Luis de Góngora y Argote, poeta máximo de nuestro brillante Barroco literario, maestro supremo en el uso de las metáforas más bellas e imaginativas de la literatura en lengua castellana de todos los tiempos. Dice así:


Caído se la ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

Cuando el silencio tenía
todas las cosas del suelo,
y coronada del yelo
reinaba la noche fría,
en medio la monarquía
de tiniebla tan cruel,
caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!

De un solo clavel ceñida
la Virgen, aurora bella,
al mundo se le dio, y ella
quedó cual antes florida;
a la púrpura caída
sólo fue el heno fiel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!

El heno, pues, que fue digno,
a pesar de tantas nieves,
de ver en sus brazos leves
este rosicler divino,
para su lecho fue lino,
oro para su dosel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso está el heno,
porque ha caído sobre él!


El poema, que adopta la forma métrica de la décima real o espinela, es en su contenido un villancico delicadísimo que se centra en el misterio del alumbramiento de la Virgen María y nacimiento de Jesús. Los elementos metafóricos que componen el misterio, así como el escenario del Portal de Belén, reciben un tratamiento personificado. Así, clavel, púrpura y rosicler divino serán otras tantas referencias a Jesús recién nacido, mientras que la Virgen María recibe el título de Aurora bella de cuyo seno se desprende el clavel. Por su parte, el heno en que reposa el recién nacido será glorioso, fiel y digno de recibirlo; aún más, será delicado lino en tanto que lecho y dosel de oro como majestuoso ornamento. Finalmente, el silencio y la noche fría, igualmente personificadas, componen la situación con que se completa la escena.
Delicadeza en el tratamiento metafórico de los tres elementos principales del misterio —La Virgen, el Niño y el heno—, emoción y sublimación amorosa son las notas destacadas de tan singular villancico.
Feliz Navidad, queridos amigos.

Joaquín de Alba Carmona

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