30/10/08

María en la literatura y el arte

En memoria de Rafael Ballesteros Carmona

Celebramos el bicentenario de la proclamación de María, bajo la advocación de Virgen de Belén, como Patrona de Palma. Y este hecho tan natural, que viene dado por el mero paso del tiempo, nos lleva a pensar en la necesaria historicidad de todo lo humano. Porque una cosa es el carácter trascendente de lo sagrado ―intemporal o eterno, como tal― y otra el tratamiento histórico que los humanos otorgamos a esa realidad trascendente.
Y es que María, como figura humana elevada por voluntad divina a la condición de madre de Dios, cumple con perfección tanto teológica como natural la misión de mediadora entre Dios y los seres humanos o, más propiamente, de intercesora de éstos ante el Hijo; de la humana temporalidad, abocada a la muerte, a la esencial intemporalidad o eternidad y perfección divina.
Ello explica el hecho de que María, madre de Jesús, Dios mismo hecho hombre que habitó entre nosotros y con nosotros compartió un determinado periodo de nuestro tiempo histórico, ha sido y sigue siendo objeto de ese tratamiento humano fundado en la devoción, que consiste en prolongar su dimensión temporal renovando en cada circunstancia histórica lo que, de suyo, no pertenece ya a lo temporal; lo que, desde el plano de la temporalidad histórica en que le tocó vivir, ha pasado al plano de lo intemporal o eterno, es decir, al significado teológico de la Virgen María.
Es en el Cristianismo donde se da el encuentro entre lo necesario y eterno, que es Dios, y lo contingente o temporal, que somos los humanos y demás criaturas. Encuentro que llamamos salvación. Salvación de nuestra temporalidad y muerte en el seno de la perfección y eternidad de lo divino. Y es en María en quien una gran mayoría de cristianos depositan su anhelo de amor y de salvación. María como figura humana y, al tiempo, madre de Dios encarnado en Jesús para la redención de todos los humanos. María, por tanto, paradigma o modelo supremo de todas las madres.
Pero vayamos al tema propuesto en nuestro título y pasemos revista, con las razonables limitaciones de espacio y tiempo, al tratamiento que la Literatura y el Arte han dado a la figura de María Virgen y Madre, referido a nuestro ámbito cultural.
Por lo que se refiere al relato de la vida de María, hemos de distinguir entre el contenido de los cuatro Evangelios canónicos, junto con los Hechos de los Apóstoles, por una parte; y por otra, el desarrollo y ampliación posterior, lo que se denomina argumento mariano, desarrollo que se extiende desde los primeros siglos de la Era Cristiana hasta la Edad Media.
Recordemos que los Evangelios informan poco sobre la Virgen María. En tres de ellos ―exceptuando, en parte, el de San Lucas―, se nos ofrece un relato escaso y preferentemente episódico de su vida, relacionándola, en general, con el nacimiento de Jesús, así como con su Pasión y muerte.
Así, en San Mateo, que la menciona bajo cuatro contextos: como esposa de José , en la Adoración de los Reyes , en la huida a Egipto , y de regreso a Nazaret .
San Marcos, por su parte, sólo menciona a María como madre de Jesús .
San Lucas es más explícito y en su Evangelio encontramos los más bellos y emocionados pasajes sobre María. Relata la Anunciación del arcángel San Gabriel , la visita de María a su prima Santa Isabel , con la recitación del cántico de María ―el Magníficat ―, así como la adoración de los pastores .
San Lucas también hace referencia a la presentación de Jesús en el templo y a la profecía de Simeón .
El Evangelio de San Lucas expresa, finalmente, el asombro de María al encontrar a Jesús, que tan sólo contaba doce años de edad, en el Templo discutiendo con los maestros o doctores de la Ley .
El Evangelio según San Juan sólo menciona a María como “la madre de Jesús” con ocasión del primer milagro de Jesús ―la conversión del agua en vino en las bodas de Caná ― y en la crucifixión y muerte de Jesús en el Gólgota.
En los Hechos de los Apóstoles se hace mención de María, reunida en el monte de los Olivos con los apóstoles y hermanos de Jesús antes de la venida del Espíritu Santo, el día llamado de Pentecostés .
Hasta aquí, lo que los textos sagrados nos dicen sobre la madre de Jesús, base del posterior desarrollo de la literatura dedicada a María que, a continuación, pasamos a exponer, no sin antes hacer una consideración previa.
Las muy diversas advocaciones de la Virgen, las leyendas y la poesía lírica sobre María surgidas de la piedad o devoción de los fieles en momentos históricos precisos, con toda la carga de determinación temporal y humana que conllevan, pudieran parecernos interpretaciones un tanto paradójicas por su variedad, su ingenuidad y su visión localista.
Digamos, sin embargo, que la literatura popular es el principal vehículo de transmisión de esa devoción imaginativa e ingenua. Y digamos también que todo arte popular ―aun admitiendo sus limitaciones― posee la frescura, gracia y encanto de lo ingenuo. Las artes figurativas, por su parte, contribuyen a transmitir esa imagen y sentimiento popular de María. Imagen y sentimiento que se asientan en el pueblo, en cada pueblo y en cada momento del discurrir del hombre por la Historia, y a las que no hemos de exigir rigor doctrinal o teológico, a riesgo de incurrir en incomprensión de una cierta dimensión del fenómeno religioso, como de toda verdadera pasión humana. Nos referimos, claro está, a la dimensión o componente popular.
Todo cuanto hay de primordial en nuestra cultura necesita de la dimensión popular tanto como de la intelectual. Reducir aquélla ―la cultura― a sólo su soporte minoritario e intelectual, como a su base o raíz mayoritaria y popular, supondría una limitación incompatible con la verdad. Y el fenómeno religioso, presente en toda cultura humana desde los orígenes de las distintas sociedades, se asienta en la radical e irrenunciable aspiración de cada ser humano a lo trascendente y eterno, al rechazo de la muerte física como fin último de nuestra identidad personal o individual, a la ineludible vocación de nuestro espíritu por alcanzar lo que Platón llamó supremos atributos del Ser: la Verdad, la Bondad y la Belleza. Por alcanzar a Dios, en definitiva.
Hay que tener en cuenta que el culto mariano gozó de un importante desarrollo a partir del Concilio de Éfeso, del año 431, que había condenado la herejía de Nestorio y proclamado la maternidad divina de María, al considerar que las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, están unidas sin confusión y María es, por lo tanto, verdadera Madre de Dios.
Con el Protevangelium Jacobi o Evangelio apócrifo de Santiago, de la segunda mitad del siglo II, da comienzo el llamado argumento mariano o ampliación de la vida de María, más allá de los datos contenidos en los Evangelios. Trata sobre los santos Joaquín y Ana, padres de María, sobre su nacimiento, juventud y matrimonio con José, elegido como esposo de María a través de la prueba u oráculo de la vara. Relata, igualmente, el supuesto juicio de Dios en que se prueba su virginidad tras el nacimiento de Jesús, así como el testimonio de la comadrona.
La historia o narración latina del Pseudo-Melito (obispo de Sardis, en la antigua Lydia) sobre la muerte y asunción de María, del siglo IV, y el Evangelio armenio de la infancia de Jesús, del siglo VII, atribuido a Santiago, hermano de Jesús, ampliaron, a su vez, las informaciones sobre la vida de María contenidas en el Protevangelium Jacobi.
Finalmente, las distintas fuentes apócrifas fueron recopiladas en Alemania, durante el siglo XIII, en la Vita beatae virginis et salvatoris rhytmica. De esta recopilación proceden las diversas biografías marianas tanto en lengua latina como en las distintas lenguas vernáculas.
Las leyendas marianas, por su parte, se desarrollan principalmente en la Edad Media, una vez agotado el desarrollo del argumento mariano. Estas leyendas o milagros de la Virgen ―ya como Regina Coeli― tratan acerca de la intervención de María en los destinos humanos y constituirían objeto de predicación en las festividades marianas.
En ocasiones, se trasladaron milagros de otros santos a María y, en lo que se refiere a la lengua, se pasó del modelo latino a las lenguas vulgares.
En España, los milagros de la Virgen empezaron a coleccionarse a partir de la segunda mitad del siglo XI y se difundieron por la Península Ibérica, muy posiblemente a través del Camino de Santiago, procedentes de los centros franceses más famosos por su devoción mariana (Laon, Rocamadour, Chartres, etc.)
Pero señalemos que nuestra Península, la antigua Hispania romana, muy cristianizada desde los primeros siglos de nuestra Era, se encontraba bajo una circunstancia histórica especialmente conflictiva desde que, a comienzos del siglo VIII, sufriera la primera invasión islámica. La radical novedad que la invasión de los pueblos islamizados representaba respecto de invasiones precedentes no se considera y valora suficientemente en nuestros días. Como tampoco se señala debidamente el hecho diferencial que durante siglos nos distanció del resto de la Europa cristiana occidental: algo tan palmario como la circunstancia de que la Europa al norte de los Pirineos se librara de ese enfrentamiento que consumió las mejores energías físicas y morales de los hispanos durante siglos.
Pues las sucesivas invasiones de pueblos islamizados, entre los siglos VIII y XIV, no procuraban tan sólo conquistas territoriales y de poder político, como sucediera con las anteriores invasiones germánicas. Se trataba, por el contrario, de guerra santa; a las conquistas del territorio se añadía una radical, irreconciliable discrepancia religiosa.
Hubo, eso sí, influencias culturales, adopción de formas y modos entre unos y otros, pero no basemos nuestro juicio sobre la pretendida convivencia de religiones en lo meramente aparente. Alfonso VII de Castilla pudo proclamarse “Emperador de la tres religiones” y en la corte de Enrique IV de Castilla pudieron adoptarse usos e indumentarias imitadas de las cortes orientales ―por citar tan sólo dos ejemplos que ilustran sobre influencias y modas orientales dentro de la España cristiana―, pero los credos religiosos constituían el fundamento de las respectivas sociedades, de sus identidades más profundas, de sus concepciones del mundo y destino de los seres humanos.
A través de la Escuela de Traductores de Toledo pudieron pasar al Occidente cristiano medieval gran parte de los conocimientos del mundo clásico greco-latino transmitidos por los conquistadores musulmanes de los territorios helenizados del oriente próximo, o de los apólogos orientales, tan fecundos para nuestra incipiente literatura en lengua castellana; el pensamiento de Santo Tomás de Aquino pudo, así, nutrirse del sistema aristotélico a través de los comentarios de Averroes; el arco de herradura, en fin, ―por citar un caso destacado de influencia inversa― pudo pasar de los monumentos visigodos en suelo hispano a la arquitectura musulmana, hasta convertirse en su más característica seña de identidad.
Las influencias, en definitiva, pueden extenderse legítimamente hasta donde se quiera, pero tales interacciones mutuas en el terreno de la cultura no socavaron lo más mínimo la fe religiosa de las distintas comunidades y esa fe constituía la raíz más honda e inalienable de los hispanos, sus identidades como pueblos.
El pensamiento del laicismo dominante en buena parte del mundo actual se equivoca al afirmar que en la Edad Media se dio en España una convivencia de religiones y que esa convivencia pudiera haber subsistido en un espíritu de tolerancia y respeto más propios de los tiempos actuales ―y de nuestra civilización cristiana occidental, no se olvide― que de las inestables sociedades medievales. Uno de los más habituales errores del pensamiento actual consiste en proyectar sobre el pasado las convicciones de nuestro presente, logradas mediante lentos, laboriosos y, a las veces, traumáticos procesos de evolución histórica.
Pues bien, el culto a María representó en aquella convulsa España medieval, entre otras muchas cosas, un importantísimo factor de fe y devoción, tan necesario para afianzar el grandioso esfuerzo requerido en la continua pugna con el Islam y en la consiguiente labor de cristianización de las tierras recuperadas.
El siglo XIII, siglo del gótico y de culminación de la cultura cristiana medieval, siglo mariano por excelencia, vino a coincidir en el tiempo con la recuperación de Andalucía occidental para la España cristiana y europea. Y si Andalucía vino, de tal manera, a ser considerada la “tierra de María Santísima”, fue porque los avances cristianos a lo largo del reinado de Fernando III, el Santo, estuvieron jalonados por una constante dedicación de pueblos y lugares a la Virgen María. En Palma, recuperada definitivamente entre enero y febrero de 1241 , la primitiva iglesia cristiana recibió, al igual que en otras localidades conquistadas en Andalucía durante este reinado, el nombre de “Santa María”, denominación que, a mediados del siglo XVI y por motivo de la Contrarreforma, pasa a ser “Nuestra Señora de la Asunción” .
Las dos colecciones de leyendas que más nos importan son los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo (h. 1200), constituidos por veinticinco leyendas, y la magna colección de trescientas sesenta leyendas de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, el Sabio (h. 1250), escritas en lengua gallega. A éstas, de carácter narrativo, han de añadirse las composiciones líricas a la Virgen, especie de versiones “a lo divino” de las cantigas de amor provenzales. En conjunto, 430 composiciones de extraordinaria musicalidad y variedad métrica, a las que acompañan deliciosas miniaturas que constituyen el mejor testimonio gráfico de la época.
Narran, por lo general, estas leyendas ―como las coetáneas de los Miracles de Nostre Dame, de Gautier de Coincy (h. 1200)― actos de gracia de la Virgen a favor de pecadores arrepentidos, mediante argumentos variados, como los siguientes: Un clérigo ignorante compone un poema a la Virgen y, al tiempo de su muerte, le florece un rosal en la boca; una dama casada, cuyo marido está de viaje, acepta que un galanteador le regale un par de zapatos pero, al intentar calzárselos, resulta que no logra descalzarse los que lleva puestos hasta el regreso de su marido; una monja, portera de un monasterio, abandona el convento con un clérigo, pero deja las llaves a los pies de la imagen de María y comprueba, al regresar arrepentida, que la Virgen la ha estado sustituyendo, por lo que nadie en el convento ha podido advertir su ausencia.
Esta última, conocida como leyenda de la suplencia de la monja Beatriz por la Virgen, junto con la leyenda de Teófilo, son las que mayor difusión han alcanzado en la literatura posterior.
De la primera, aparte las numerosas versiones alemanas, inglesas y francesas, tenemos versiones en nuestra literatura española debidas, principalmente, a Lope de Vega (Madrid, 1562-1635), La encomienda bien guardada, o la buena guarda, 1610; Calderón de la Barca (Madrid, 1600-81), Jornada I del Purgatorio de San Patricio; Luis Vélez de Guevara (Écija, 1579-1644), La abadesa del cielo; Fernández de Avellaneda, autor del Quijote apócrifo, Los felices amantes, en Don Quijote de la Mancha, 1614; José Zorrilla (Valladolid, 1817-93), Margarita la Tornera; y el gaditano Carlos Fernández Shaw, ópera con música de Ruperto Chapí, Margarita la tornera, 1908.
En cuanto a la leyenda de Teófilo, está basada en el motivo del sacerdote degradado o rebajado en su cargo sacerdotal que, para recuperarlo, pacta con el diablo y que, tras su arrepentimiento y penitencia, recibe el perdón de María. La Virgen incluso le devuelve personalmente la carta de abjuración. Llegó a ser la leyenda mariana más popular de la Edad Media. Hay versiones latina y griega de los siglos IX y X, así como un poema culto en hexámetros de la monja alemana Rosvita de Gandersheim, del siglo X. La versión francesa de Gautier de Coincy, colocada al comienzo de sus Miracles de Nostre Dame antes citada, encierra una sátira contra el clero característica de la Baja Edad Media. En ella, Teófilo es un clérigo apasionado que busca la presencia del Demonio como personificación del mal, de manera que el pacto diabólico se refrenda dentro de una ceremonia o procesión de adoradores de Satanás. Tras la Reforma protestante, el mito de Teófilo cedió su puesto al argumento del doctor Fausto.
La versión española de la leyenda mariana de Teófilo se encuentra en los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, con el título De cómo Teófilo fizo carta con el diablo de su alma et después fue convertido e salvo. Hay en esta versión un proceso en el que se va produciendo una paulatina transformación de Teófilo, de virtuoso en pecador, por intervención de un judío, y un posterior arrepentimiento con motivo del roce de la lanza de Cristo.
Pasemos a la lírica mariana, de mayor importancia literaria que la narrativa. La lírica es ―con independencia de su tema― emoción, sentimiento, cántico; ámbito en el que la devoción a María encuentra su más apropiada forma de expresión personal.
La virginidad de la Madre de Dios constituye el principal y más temprano motivo dogmático de la lírica mariana, que aparece en forma de himnos en lengua latina ya desde el siglo V. Estos himnos sirvieron de modelo a los himnos en lenguas vulgares a partir del siglo XII y en ellos aparecen ya temas de alabanza y de súplica.
Una importante novedad consiste en la adaptación de la lírica amorosa provenzal, de carácter cortesano, que se desarrolló en el mediodía francés en época románica, a la lírica mariana por obra de Peire Cardinal, uno de los grandes trovadores medievales, caracterizado por su gran religiosidad, próxima al misticismo.
En Alemania, los “maestros cantores” (meistersinger) cultivaron la lírica mariana muy al estilo dialéctico y racionalista alemán. Así, en los poemas líricos de los meistersinger aparecen juegos de ideas entre los conceptos de madre y virgen, o de hija y madre de Dios, es decir, sobre lo que pudiéramos llamar la aparente contradicción lógica que encierra el misterio teológico de la santidad de María.
A partir del movimiento franciscano, el tema de la Salutación (Ave María) cobró especial importancia. También el tema de los dolores de María al pie de la Cruz, cuyo origen reside en la liturgia y la predicación bizantina, se extiende por la Europa occidental desde finales del siglo XII con el Planctus ante nescia.
El Planctus ante nescia, atribuido a Adán de San Víctor, prolífico autor de himnos en la abadía de San Víctor, próxima a París, aunque con mayor probabilidad a Godefroi de Breteuil ―ambos de finales del siglo XII―, y el Flete Fideles animae, del XIII, tratan del auténtico llanto de María a los pies de la cruz antes y después de la muerte de su Hijo. Subrayan especialmente la dimensión emotiva, más que el dolor físico de la crucifixión. Las lágrimas de María son un signo externo de una herida interior, ya que a través de las lágrimas se nos revela el corazón traspasado de la madre.
En España, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, ya en pleno siglo XIV, dedica a la Virgen María su famoso Libro, al que el romanista alemán Karl Vossler tituló Libro de Buen amor. Encabeza el libro ―aun por delante del ambiguo prólogo sobre lo que el autor entiende por buen amor y mal amor― una Oración a Dios y plegaria a la Virgen en versos alejandrinos y en estrofa de la cuaderna vía, en que dice: “Señora, dame gracia, dame consolación / gáname de tu hijo la gracia y bendición. / Dame gracia, Señora de todos los señores, / no caiga yo en tu ira, líbrame de rencores; / todo se vuelva en contra de los enredadores, / ¡Ayúdame, gloriosa, Madre de pecadores!”
Los diversos poemas contenidos en el Libro de Buen Amor sobre los siete Gozos de Santa María constituyen una síntesis de los temas marianos desarrollados durante la Edad Media. Gozos de María, en el Arcipreste, serían los siguientes:

«El primer gozo se lea:
en ciudad de Galilea
Nazaret creo que sea,
tuviste mensajería
del ángel, que hasta ti vino,
Gabriel, santo peregrino,
trajo mensaje divino
y te dijo: ¡Ave María!
Desde que el mensaje oíste,
humilde lo recibiste;
luego, Virgen concebiste
al Hijo que Dios envía.
En Belén acaeció
el segundo; allí nació,
sin dolor apareció
de ti, Virgen, el Mesía.
El tercero es, según leyes,
cuando adoraron los Reyes
a tu hijo y tú lo vees
en tu brazo, do yacía.
Le ofreció mirra Gaspar,
Melchor fue el incienso a dar,
oro ofreció Baltasar
al que Dios y hombre sería.
Alegría cuarta y buena
fue cuando la Magdalena
te dijo ―goza sin pena―
que el hijo, Jesús, vivía.
El quinto placer tuviste
cuando de tu Hijo viste
la ascensión y gracias diste
a Dios, hacia el que subía.
Señora, es tu gozo sexto
el Santo Espíritu impuesto
a los discípulos, presto,
en tu santa compañía.
El séptimo, Madre santa,
la Iglesia toda lo canta:
subiste con gloria tanta
al Cielo y a su alegría.
Reinas con tu hijo amado,
Nuestro Señor venerado;
que por nos sea gozado
por tu intercesión un día.»

Hay en el Libro del Arcipreste, además de los diversos poemas de gozos, cuatro poemas de Loores a Santa María en forma de cantigas, así como dos Cantares de ciegos con que se cierra la obra, en el primero de los cuales se invoca de nuevo la bendición e intercesión de la Virgen. En toda la obra mariana del Arcipreste se advierte un sincero y emocionado amor y devoción religiosa a María, muestra evidente de la preeminencia que la devoción mariana había alcanzado en nuestra baja Edad Media.
Tras la Reforma protestante, el culto a María en Europa queda reducido, en la literatura de influencia protestante, a los textos evangélicos, mientras que en la literatura católica del Barroco se continúan los temas desarrollados en la Edad Media.
Tal vez sería más justo, sin embargo, reconocer que durante el Renacimiento las artes plásticas desplazaron a las letras en el tratamiento de los temas religiosos de devoción popular. El prodigioso desarrollo y perfeccionamiento de la pintura y la escultura durante dicho período de nuestra cultura, continuado durante el período Barroco, hizo posible que los temas marianos figurasen en lugar destacado en las obras de los artistas más eminentes y alcanzasen un grado de belleza suprema, constituyendo, de tal manera, el período clásico del arte religioso de todos los tiempos. La Anunciación (1430-32) de Fra Angélico; La Virgen de las rocas (1485), de Leonardo da Vinci; la Pietá (1498-1500) de Miguel Ángel; Los desposorios de la Virgen (1504), La Virgen del jilguero (1505) o las numerosas madonnas del período florentino (1504-08), de Rafael Sanzio, por citar tan sólo algunos de los ejemplos más sobresalientes, constituyeron modelos seguidos por numerosos otros artistas ―escultores y pintores― durante los siglos XVI, XVII y aun durante el XVIII, a pesar de los cambios de concepción estética que se dieron a lo largo de dichas centurias.
El Romanticismo vuelve a la figura de María como idea propia de la Edad Media a través de Herder, así como merced al descubrimiento del motivo de la Madonna por parte de los pintores románticos. También Goethe, tan influido por Herder y el movimiento del Sturm und Drang (tormenta y pasión, de los jóvenes poetas alemanes de finales del XVIII), representa un cambio en la posición de los escritores protestantes respecto a la figura de la Virgen María. Así, en el Fausto, hace aparecer a la Mater Gloriosa como símbolo del eterno femenino, como mediadora y como protectora; Gretchen, al final de la obra, ya abandonada por Fausto, implora a María “Vuelve tu rostro, madre dolorosa”.
En cuanto a la lírica mariana romántica, serán poetas alemanes como los hermanos Schlegel, Hölderlin o Novalis quienes ven en María la redención del sexo femenino, el símbolo del amor en una época apartada de Dios o la medianera entre Dios y los hombres. También Rilke, inspirado preferentemente en cuadros de la Virgen, poetizó a María como símbolo de la virginidad y maternidad y como instrumento de la máxima aproximación de los hombres a Dios.
Hemos de dejar el siglo XX para nueva ocasión, no sin mencionar a Gerardo Diego, único poeta de la generación del 27 en cuya poesía aparece el tema religioso, y en especial el tema de la maternidad de la Virgen María, tratado, como señaló Julián Marías, con una recobrada ingenuidad de vuelta ―la única sinceramente posible―, siempre vivo, con emoción y felices hallazgos.
En cuanto a las representaciones artísticas de temas marianos, hemos elegido algunas de las que se exhibieron en la exposición titulada “Inmaculada” que, con ocasión del 150 aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, tuvo lugar en la Catedral de Madrid entre mayo y octubre del pasado año 2005, dentro del ciclo Las Edades del Hombre. Y entre la rica variedad de obras que en tal ocasión se mostraron, hemos seleccionado algunas que podemos visitar fácilmente desde nuestra localidad, por encontrarse en iglesias de nuestro entorno andaluz.
El abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la puerta dorada, relieve en madera estofada o raída sobre el dorado, es obra de Cristóbal Voisín (1554), que se conserva en la Iglesia de San Marcos, de Jerez de la Frontera. Representa el abrazo de los padres de María ante la puerta dorada de Jerusalén, con motivo del embarazo de Ana después de años de esterilidad. Es un tema ampliamente tratado en la pintura y escultura de inspiración mariana, cuya documentación se encuentra en el Protevangelium Jacobi o Evangelio apócrifo de Santiago.
La Inmaculada de la Iglesia del Convento de Santa Clara, de Sevilla, en madera policromada sobre oro, es obra de Juan Martínez Montañés (h. 1621-1626). Es obra de plena madurez del autor y precedente inmediato de la Inmaculada que figura en la Capilla de los Alabastros de la Catedral de Sevilla (h. 1628-31).
Francisco Zurbarán es autor de la Inmaculada (h.1635-1637) que se conserva en la Iglesia Parroquial de San Juan Bautista, de Marchena. Óleo sobre lienzo de 183 x 107 cm. Aparece la Virgen en actitud de humildad y recogimiento, con manto azul y túnica roja, colores habituales en la vestimenta con que se representa a María.
En el Oratorio de San Felipe Neri, de Cádiz, se exhibe la Inmaculada de mayor tamaño pintada por Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo de 277 x 186 cm. Es obra tardía de nuestro pintor, hacia 1675-1680. Aparece María entre resplandores celestiales de fondo, con la manos unidas a la altura del pecho y rodeada de numerosa corte celestial de ángeles.
La Inmaculada Concepción, atribuida a Pedro de Mena, en madera policromada y dorada, se conserva en la Capilla de la Concepción de la Catedral de Córdoba. Ha sido atribuida también a Miguel de Zayas, último discípulo de Pedro de Mena en Málaga.
José de Mora, a cuyo nombre figura una calle en Palma, es autor de la Inmaculada Concepción en madera de cedro policromada (segunda mitad del siglo XVII) del Museo Catedralicio de Guadix.
Nicola Fumo, escultor napolitano, es autor de la talla de la Inmaculada Concepción (1705) del Convento de San José, MM. Carmelitas Descalzas, de Antequera.
Para terminar, dos tallas de la S.I. Catedral de Córdoba completan nuestra selección: La Virgen de la Candelaria del cordobés Damián de Castro (1716-1793), en plata sobredorada y en su color, repujada, cincelada y policromada, imagen en la que María lleva en su mano derecha un cetro y con la izquierda sostiene al Niño; y la Purísima Concepción, obra del escultor milanés Camilo Rusconi (1658-1728), en plata fundida, policromada en rostro y manos. Esta imagen fue donada al Cabildo cordobés por el arcediano de origen aragonés José de Medina y Corella (1726-1804), promotor de la fundación del Monte de Piedad de Córdoba.

Joaquín de Alba Carmona

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